Las ruinas de Casarás,
próximas al camino que lleva al Puerto de la Fuenfría, pertenecían a un antiguo
convento de la Orden del Temple. Un tesoro fue escondido por los templarios
para salvarlo de la rapiña de sus perseguidores.
Esta leyenda tiene como protagonista
al senescal de la Orden, Hugo de Mariñac. Dice así:
"Hugo de Mariñac había
recibido la encomienda de esconder los tesoros de la Orden al dictarse la
persecución contra ellos, y los trajo a Casarás. Aquí se enamoró de una
condesita castellana que venía con la reina del palacio de Valsaín, pero como
no podía conseguir su amor, acudió a un mago que en la que llamaban Cueva de
Monje, cultivaba extraños ritos que se cerraban con el sacrificio de un joven;
y un día de tormenta habiendo conseguido raptar a un muchacho, el templario
acudió a la cueva envuelto en su amplia capa para evitar ser reconocido por los
leñadores. Cabalgó hacia la Boca del Asno y por el arroyo de las Dos Hermanas,
penetró en la falda de Peñalara, deteniéndose en el caótico canchal que se alza
en una pradera extraviada.
El ermitaño esperaba su
visita y se dispuso a efectuar sus mágicas ceremonias con las que esperaba
conseguir como pago que Mariñac le revelase el secreto del tesoro de la Orden.
El senescal prometió revelárselo siempre que ese mismo día y en aquel mismo
lugar lograra satisfacer su pasión. Los dos de acuerdo, el brujo empezó sus
ritos: encendió una hoguera, hizo sus conjuros, mató al muchacho y ante los
atónitos ojos de templario, el joven se puso en pie transformado en la silueta
de su amada envuelta en llamas. "Clava tu espada en el corazón de la
imagen y la figura de la mujer que amas se hará real ante ti ahora mismo".
El templario lo hizo y la condesita, apretándose el pecho con las manos, se
materializó en la cueva alejándose del cuerpo del muchacho sacrificado.
El brujo exigió su
recompensa."Págame el precio convenido, ¿donde guardáis el tesoro?".
"Imbécil, -respondió el templario-¿Creíste alguna vez que iba a
decírtelo?". Y golpeó al viejo haciéndole caer al suelo. "Maldito-
dijo éste-. Presumí de tu infamia y me precaví. La espada que clavaste a la
condesa, la ha matado. Nunca podrá amarte". Y así fue. La joven separó sus
manos del pecho, dejando ver una horrible herida por la que la sangre manaba a
borbotones y cayó muerta. Mariñac, loco de rabia, mató al hechicero y a galope
tendido volvió al convento donde nunca llegó.
Dicen que su alma todavía
vaga por las sierras próximas a Casarás y que en los días de tormenta galopa
entre los pinos cuidando de que el espíritu del monje mago no pueda acercarse
hasta el monasterio y descubrir el escondrijo del tesoro que había sido puesto
bajo su custodia y nunca pudo encontrarse.
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