El pueblo de Montero, enclavado en las estribaciones de la sierra desde Almarza al Vadillo, tenía una fértil dehesa. Era corto el número de sus habitantes y vivían en gran armonía.
Una vez celebrábase una boda entre dos jóvenes de las familias más acomodadas, y como el contento por ambas partes era grande quisieron que todos los vecinos asistiesen a la boda. Todos, sin embargo, no podían asistir; uno al menos había de quedarse guardando el ganado del pueblo. No parecía que debía sacrificarse a un joven, que era natural disfrutase con la fiesta y el baile. Así, se pensó en una buena anciana necesitada, a la que se ofreció una paga por el servicio, que ella aceptó con gusto.
Tras la ceremonia tenían que dar un gran banquete, y para guisar la comida sacaron el agua de un pozo; mas dio la fatal coincidencia de que en él vivía una salamandra acuática, y de tal modo había envenenado sus aguas, que todos los que tomaron la comida hecha con ellas murieron; así, pues, perecieron todos los habitantes del pueblo de Montero.
Es decir, todos no; sobrevivió la vieja que estaba guardando el ganado, y que pasó a ser propietaria de la dehesa vecinal y del ganado de todos los vecinos.
No se atrevió, como es natural, a permanecer en las casas del desventurado pueblo de Montero, y se fue al cercano de Arévalo, a cuyos habitantes regaló la rica dehesa y el ganado. Pronto la inspiración popular imaginó el siguiente cantar:
Por una salamanquesa
se ha despoblado Montero.
¡Ojalá se despoblasen
Cerveriza y Gallinero!
que perpetúa el hecho y demuestra la codicia de los aldeanos, ya que los dos pueblos en él citados tienen también riquísimas dehesas.
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