Calcia tuvo en un solo parto nueve hijas, y pensando que este hecho extraordinario pudiese inspirar a su marido sospechas de infidelidad conyugal, mandó que con el mayor secreto, ya que su esposo estaba ausente, fuesen arrojadas las nueve niñas al río de la Ramallosa, distante dos kilómetros de Bayona. La partera cogió las nueve niñas y marchó dispuesta a cumplir la orden; pero en el camino, movida a compasión por aquellas criaturas, pensó salvarlas, y, cambiando de rumbo, se dirigió a un pueblecito próximo. En él dejó las niñas al cuidado de ciertas mujeres cristianas, que se encargaron de criarlas. Se las bautizó en seguida, imponiéndoles los nombres de Genoveva, Liberata, Victoria, Eumelia, Germana, Gemma, Marcia, Basilia y Quiteña. Las educaron en la religión cristiana, y las nueve hermanas ofrecieron a Dios su virginidad.
En el siglo II, una funesta persecución amenazaba a los cristianos, extendiéndose hasta Balchagiam. Los idólatras denunciaron a las santas vírgenes, que fueron detenidas y llevadas a la presencia de Cátelo. Éste las amenazó con el suplicio si continuaban en el cristianismo; pero ellas no vacilaron ante las amenazas del régulo, y contestaron con firmeza que preferían morir a abandonar la fe de Cristo. Cátelo, impresionado ante la fortaleza de las niñas, y encontrándoles un extraño parecido con su esposa, indagó su origen y, llamando a Calcia, las reconoció por sus hijas. Se entabló en su corazón una lucha entre el amor de padre y la autoridad de juez; tenía ahora mayor empeño en convencerlas, y les suplicó con todo cariño que sacrificasen a los dioses; su madre intentó también, con lágrimas, persuadirlas; pero nada consiguieron. El padre, enfurecido, renovó las amenazas, concediéndoles un día de plazo para decidirse a adorar a los ídolos o a morir. Las nueve hermanas convinieron en evitar el crimen de que fuera su padre quien las matara, y escaparon de la ciudad, cada una por diferente camino. Cátelo mandó apresarlas, y ocho de ellas fueron martirizadas en diferentes sitios. Liberata se retiró a un yermo, y allí se entregó a la oración y penitencia, alimentándose de raíces y hierbas y macerando su cuerpo con toda clase de rigores; pero, como sus hermanas, llegó a ser descubierta por los gentiles que, atraídos por su belleza, la instigaban a la impureza, siendo rechazados por ella siempre. Una vez capturada, la obligaron a adorar a los dioses, saliendo triunfante de esta prueba. Para intimidarla, le refirieron el martirio de sus ocho hermanas, lo que la exaltó más en el amor de Dios, y con alegría se entregó a sus verdugos. Fue sometida a varios tormentos, y, por último, crucificada, en Castraleuca, Lusitania, en el año 139.
Su cuerpo existía en la catedral de Sigüenza, y algunos huesos de su cabeza constaban en el sumario de la Cámara Santa de Oviedo.
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Otra versión de Santa Liberata, o Wilgeforte, existe en el archivo de la catedral de Beauvais. La hace hija de un rey de Portugal. Consagrada a Dios, es solicitada en matrimonio por el rey de Sicilia. Su padre la otorga, y ella pide a Dios le quite la hermosura: una espesa barba la cubre el rostro, el pretendiente renuncia a ella, y su padre, exasperado, la crucifica.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
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