jueves, 21 de octubre de 2010

Sant Pere de Roda - Gerona

Durante el pontificado de Bonifacio IV, cuando Focas era emperador de Oriente, se supo en Roma que el Almirante de Babilonia preparaba un ejército para apoderarse de la capital de la cristiandad, para conseguir lo cual se había aliado con los persas. Al conocer la noticia, el Papa reunió concilio con cuantos pontífices y obispos se encontraban cerca. Deliberaron largamente sobre los motivos que impulsarían aquel ataque y llegaron a la conclusión de que su meta era apoderarse de los cuerpos santos que allí se guardaban.


La única salvación ante aquella amenaza era poner a buen recaudo el gran tesoro de las reliquias o, al menos, lo más importante de ellas. Así discutieron y llegaron a elegir las que consideraban más importantes, que eran: la cabeza y el brazo derecho del apóstol san Pedro, el cuerpo de su discípulo san Pedro Exorcista y los de los mártires Concordino, Lucidio y Moderando, más una ampolla con la sangre de la Santa Imagen de Cristo.

Fue preparada una nave y, después de cargar las reliquias en ella, la entregaron a tres santos varones que, con algunos legos, serían lo:; encargados de conducirla a puerto seguro. Las tres santos varones se llamaban Feliú, Poncio y Epicinio y cuando salieron a alta mar, dirigieron el timón hacia las costas orientales de España.

El Austro les llevó hasta el puerto de Rosas. Desembarcaron, dieron gracias a Dios y a los santos cuyas reliquias transportaban y subieron al monte Verdera, que es donde se levanta hoy precisamente el monasterio. Allí vieron las tierras que había más allá y, buscando cuidadosamente, descubrieron una fuente -la misma que aún existe en nuestros días y que es llamada la Font del Raig - y, a su vera, una profunda cueva, encima de la cual se encontraba un pequeño altar que había sido levantado por el eremita san Pablo, obispo de Narbona, que estuvo por aquellos pagos haciendo vida anacorética.

Con el convencimiento de que aquél era el lugar que buscaban, los tres enviados de Roma desembarcaron las reliquias en secreto, las llevaron hasta la cueva y las dejaron en su interior, cerrándola tras ellos después con tierra, piedras y ramaje. Inmediatamente se embarcaron y emprendieron el regreso. Y cuando llegaron a Roma, supieron que el peligro había pasado y que las reliquias podían ser devueltas.


Nuevamente emprendieron el camino hacia el cabo de Creus, nuevamente desembarcaron en el mismo lugar y nuevamente emprendieron la subida del monte. Pero algo había sucedido en tan breve ausencia, porque, a pesar de llegar hasta la fuente, fueron totalmente incapaces de descubrir la cueva que ellos mismos habían tapiado. Incapaces de abandonar el tesoro que creían perdido por su propio descuido, decidieron quedarse allí hasta que lo descubrieran de nuevo. Nunca sucedió así, pero aquellos santos varones levantaron un templo en torno y sobre el lugar que ellos sabían cierto. Y aquel lugar fue con el tiempo Sant Pere de Roda.


Supone el cronista que, con el tiempo, la cueva sería finalmente descubierta y que ese descubrimiento haría que la cabeza de san Pedro Apóstol regresase a Roma, donde se encuentra todavía junto a la de su compañero san Pablo, mientras que las otras reliquias se quedarían en el monasterio recién instaurado.

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