Aún los clérigos y los trovadores no
recogían en sus relaciones las gestas de los caballeros cuando sucedió lo que a
continuación se relata. Corrían los siglos oscuros: la Península se hallaba
sometida al imperio de los musulmanes y Asturias no era más que un pequeño
reino, dividido en minúsculos territorios dominados por señores feudales que
apenas cumplían las órdenes del monarca, quienquiera que éste fuese. Los verdes
prados de Asturias, sus aldeas y sus ganados se veían libres del fuego
sarraceno sólo porque las altas cumbres que los separaban de León y de Castilla
infundían temor a los hijos de Alá.
Uno de aquellos señores asturianos
que decimos vivía apaciblemente en su castillo, situado en lo alto de un cerro.
Esta fortaleza, llamada por los lugareños El Invencible, se encontraba muy
cerca de las terribles agujas de la montaña que hoy se llama Peña Ubiña, y
desde sus almenas podían distinguirse bien las cabañas de pastores que, con el
tiempo, formaron la aldea de La Cortina.
Pues bien, en este castillo moraba
su dueño, un joven apuesto y galante, de buen corazón, llamado Ramiro. A pesar
de su juventud, Ramiro ya había demostrado su valentía cuando fue reclamado
para luchar contra moros, más allá de las montañas, en los páramos de León.
Rico, honrado por sus súbditos y afortunado en todo, a Ramiro no le quedaba más
que una pena: era ésta no haber encontrado dama que le satisfaciera ni en
belleza ni en talante. Durante algunos meses se tuvo por triste y desgraciado, pero
las ocupaciones caballerescas le trajeron de nuevo al buen sentido y olvidóse
del asunto.
Una apacible tarde primaveral, de
ésas que de tanto en tanto pueden disfrutarse en la montaña asturiana, estaba
Ramiro cazando y se llegó a una fuente en la que refrescarse y descansar. En
aquel mismo lugar estaba Rosina con su cántaro y la mirada de ambos descubrió
que los dos jóvenes se habían enamorado perdidamente. No importó a Ramiro que
la muchacha fuese una aldeana pobre y sin nombre: bastábale que era hermosa y
que sus palabras demostraban cuán buen corazón albergaba en su tierno pecho.
A pesar de los consejos y
reconvenciones de familiares y amigos, Ramiro la tomó por esposa y en todo el
valle se celebró con gran júbilo el desposorio del caballero y la aldeana.
Tampoco tardaron en correr las buenas noticias: Rosina esperaba un hijo al que,
si era varón, darían por nombre Ramiro y heredaría el castillo llamado El
Invencible.
Para desgracia de los jóvenes
esposos, las luchas contra el musulmán se tornaban cada vez más intensas y
encarnizadas en tierras de León, y Ramiro fue solicitado. Se le apremiaba para
que reuniera a sus huestes y tomara el camino más corto hasta Astorga y de allí
pasara a León, donde los sarracenos amenazaban con pasar a sangre y fuego a toda
la población.
A pesar de la amargura que suponía
tan triste separación, Ramiro no lo dudó y partió a la guerra. Rosina quedóse
llorando con su hijo recién nacido, mas en la confianza de que muy pronto
verían regresar a su esposo, colmado de honores, y vivirían para siempre en la
más completa felicidad.
Ramiro, como no podía ser menos,
mostró en la guerra un valor sin igual y, a pesar de los duros lances que tuvo
que sufrir, su coraje no desmentía la fama que en anteriores gestas había
logrado. Luchó, hirió y tajó con bravura y a nadie se le escapaba que Ramiro
era el más valiente caballero de cuantos en aquellas batallas participaron. Con
motivo de un desigual combate, Ramiro salvó la vida a un joven castellano y,
aun a riesgo de su vida, se lo arrebató a los musulmanes que querían hacer en
él un escarnio vandálico. Tenía el castellano la vida pendiente de un hilo,
pero los cuidados de Ramiro consiguieron volverle a este mundo, por lo cual el
joven le aseguró un agradecimiento en lo que le restara de existencia. La
convalecencia fue larga, mas Ramiro volvía cada tarde a la tienda de Gonzalo,
que así se llamaba el castellano, y se interesaba vivamente por la curación de
las profundas heridas.
-No estás, amigo Gonzalo, para
lidiar. Te encomiendo que vayas a mi castillo, más allá de las montañas, y
entregues a mi esposa esta carta, para que sepa que ni mi valor ni mi amor
desfallecen.
Gonzalo, aunque con protestas,
admitió que su débil estado no era propio para estar en campaña y tomó el
camino de Asturias.
Llegó el castellano al castillo y
allí fue bien recibido por Rosina, que estrechó entre sus manos la amorosa
carta de su esposo. No pudo la esposa de Ramiro otorgar más honores a Gonzalo,
ni cuidar con más esmero sus profundas heridas. Para todo se hallaba dispuesta,
con tal de halagar al amigo de su esposo.
El diablo, que no descansa, quiso
empecinar el corazón de Gonzalo y la continua presencia de Rosina inflamó su
pecho de amor. Poco a poco el castellano fue adornando sus palabras con flores
y versos: cortejaba a la hermosa Rosina sin recato, y olvidaba a cada paso el
favor que Ramiro le hiciera. Sanadas las heridas, Gonzalo insistió en sus
demandas pero Rosina lo rechazó con firmeza y aseguraba que, si no fuera porque
Ramiro le había encarecido en su carta que agasajara a su amigo como si de él
propio se tratase, ya lo habría despedido del castillo.
Muy mal le supo a Gonzalo este
desaire y, loco de amor, pergeñó una audaz trampa con el fin de lograr sus
infames propósitos:
-Nada quise decirte de tu esposo, Rosina,
por no darte pesar. Mas has de saber que Ramiro fue muerto por los moros al día
siguiente de despedirme de él y de haberme entregado aquella carta.
Durante muchos días se oyeron en el
valle los lamentos de Rosina: desesperada y con el corazón roto, vagaba de acá
para allá lamentando la triste suerte de su vida. Hizo colgar pendones negros
de las almenas del castillo y ordenó misas en la capilla, y ella misma se
vistió de luto durante mucho tiempo.
Al cabo, las amables palabras del
castellano Gonzalo devolvieron la serenidad a Rosina y, con el tiempo, el
consuelo se tornó en amistad y la amistad en amor. Gonzalo vio así coronada su
suerte y logrado su empeño. No tardó en convencer a Rosina para que lo tomara
por esposo y señor del castillo: una nueva boda en El Invencible llenó de gozo
a los aldeanos del valle, pues todos habían creído con fe ciega que su
verdadero señor, don Ramiro, había muerto en las murallas de León. Grandes
fueron los festejos: los pastores subieron al patio del castillo los mejores
corderos y los terneros lechales; se amasó pan reciente, se cortaron quesos y
se llenaron hasta cien tinajas de vino; también los dulces y pasteles brillaban
sobre los paños blancos. Las gaitas y los tamboriles mostraban la alegría de
las bodas, y todos esperaban ver salir a don Gonzalo y a Rosina de la capilla,
convertidos en felices esposos...
Cierto temor invadió a los festivos
lugareños cuando vieron llegar a un caballero solitario, vestido de negro y con
el yelmo calado. El caballero se plantó en el centro del patio y allí esperó
por ver qué sucedía. Al cabo, salieron de la iglesia Gonzalo y Rosina, tomados
del brazo. El nuevo esposo no pudo menos que mostrar su desagrado:
-¿Quién es ese hombre que no se
descubre ante los señores del castillo?
No tardó el caballero en mostrarse
como debía: era el mismísimo Ramiro, cuyo rostro reflejaba la ira del hombre
traicionado por quien se decía su amigo. Desmontó de su corcel y con una fiera
estocada partió en dos el corazón del infame usurpador.
Rosina, envuelta en lágrimas, se
postró ante Ramiro y pidió humildemente perdón por no haber confiado en el
valor y en el amor de su verdadero y único esposo. Pero Ramiro no dijo una
palabra, despidió a todos los aldeanos y se encerró en sus aposentos.
El musgo y la hiedra fueron
cubriendo las almenas del castillo y se asegura que Ramiro no volvió jamás a
abandonarlo, que no se le volvió a ver, como solía, yendo a cazar o a entablar
amenas disputas con sus vecinos. No quiso saber nada del mundo y se sepultó en
vida en el interior de El Invencible. Rosina, por su parte, abandonó la
fortaleza y volvió a su triste cabaña en la vega, no muy lejos del castillo,
desde donde podía ver, en alguna ocasión, a su hijo.
Dicen las gentes del lugar que el
vástago de don Ramiro y Rosina enfermó a la edad de diez años y que, al poco,
murió. Nada se supo entonces de sus padres, pero se asegura que Ramiro no tardó
en fallecer de pena y que Rosina abandonó aquellos lugares para profesar en un
convento. Los restos de la choza en la que pasó sus tristes días Rosina, al pie
del castillo, se llaman la Cabaña de la Condenada y, hasta hace bien poco,
podían verse en lo profundo del bosque.
(Fuente: Jose Calles Vales)
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