Poblábanla un día severos cortesanos de Felipe II; la guardia formaba en el patio, y el pueblo esperaba en los alrededores para ver al hijo del poderoso monarca que, de paso por Alcalá, residía en el palacio de los arzobispos toledanos. El movimiento de atención se comunica de unos a otros; las cabezas se descubren; presentan las armas los soldados en ademan de respetuoso saludo, y en la galería superior aparece, rodeado de su servidumbre, un mozo, casi un niño: es el príncipe D. Carlos , hijo de Felipe II, cuyo triste fin ha dado asunto para encontradas opiniones a críticos é historiadores, y para obras de ingenio a pintores y poetas. Con juvenil viveza y hablando con las gentes que le rodean, baja los peldaños, a veces de dos en dos; pero al llegar a la mitad de la escalera pone un pie en falso, cae al suelo y rueda largo trecho, movido del impulso que llevaba, sobre las duras piedras. Acuden rápidamente las personas del acompañamiento; el rumor de los que tratan de informarse crece, y levantando al príncipe del suelo, al incorporarse y al volver en sí, muestra en la cabeza una leve herida por donde la sangre asoma. La conmoción cerebral producida por aquel golpe se presenta por algunos como causa de aquella especie de excitación mental o cuasi demencia, que hizo notable al príncipe D. Carlos por sus extravagancias , y que posiblemente no era más que triste herencia de familia.
(José
Bisso en Castillos y tradiciones feudales )
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