Carlos III aborda por fin la creación del alumbrado urbano. En 1765 se instalaron los primeros faroles públicos inicialmente provistos con velas de sebo. Al toque de oraciones, los faroleros procedían a encenderlos uno por uno subidos en sus escaleras. Aquellos primeros faroles causaron sensación. Los lugareños de los pueblos y ciudades próximos a Madrid venían a ver el gran espectáculo de luz que ofrecían las principales calles de la villa. Con todo, costó lo suyo acostumbrar a los esquivos y lucífugos noctámbulos. En 1766, con motivo del motín de Esquiladle, la masa enfurecida acabó con todos los faroles. Los nuevos faroles hicieron las delicias de los sempiternos gamberros de la villa, que los aprovecharon para ensayar la puntería. Tantos faroles rompían los vándalos que se estableció una multa de 6 ducados por lámpara rota, y si reincidían se les obligaba a pasear por las calles con el farol quebrado colgado del cuello.
El caso es que las velas de sebo eran sucias, malolientes y además se apagaban con facilidad. Así que la llegada del gas fue bien recibida. En 1832 se instalaron los primeros cuatro faroles de gas en la plaza de Oriente, frente al Palacio Real, pero la falta de inversores hizo que hasta 1849 no se abordase la creación de una mínima red de conducción del gas para alumbrar diversas calles del centro.
(El Madrid olvidado)
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