La Sastrería Guzmán lleva vistiendo a Málaga 120 años. Ha sobrevivido a base de puntadas, sin más herramientas que una aguja. Ha cosido su historia con un hilo que, por siempre, lo ligará a la ciudad.
La plancha, de piedra pesada, no se usa pero sigue teniendo carbón. Se exhibe como un recuerdo de lo que un día fue y que, a su manera, sigue siendo hoy. La Sastrería Guzmán, la que lleva 120 años vistiendo a Málaga, no puede verse a simple vista. Siempre les gustó situarla en pisos altos, ahora en un segundo, en una callecita escondida de Torre de Sandoval. Es casi una metáfora de su historia. Reside en pleno centro, cerca de la bulliciosa Catedral, pero emerge oculta en un edificio cualquiera.
En él se puede conocer a Carlos Cobos, suegro del anterior propietario, Francisco Guzmán, que heredó la sastrería de su padre de mismo nombre. Lleva, pues, el peso de una generación que se renueva. Una historia de relevo de amor por la artesanía, de devoción al reto de las telas.
Carlos charla sin dejar de trabajar, concentrado con una aguja y una chaqueta que dispone en una gran mesa de mármol, con la maña de la experiencia de un maestro, el aprendizaje de su suegro. De fondo se escucha cantar a Diana Navarro, justo en la radio de la esquina, pero para él sólo existen las puntadas.
Sus manos sólo paran cuando levanta la mirada, cada muy poco tiempo, y sin quererlo muestra la entrega del oficio, esa precisión que tan bien escribió Gay Talese, hijo de sastre. Para Carlos no se trata de una prenda, sólo los suyos pueden entenderlo, aunque cada vez queden menos: «Todos los trajes se hacen con cariño, si no, no salen bien. Cada uno tiene su historia y su porqué». Su supervivencia bien lo sabe. Han vestido a rostros como el de Pepe Marchena, el cantaor, y viven del boca a boca, aunque reconoce que «la confección se está cargando la artesanía». Ellos siguen apostando por el trabajo a mano, cosiendo los retales de una historia que no necesita de vestirse. Vale por sí sola.
La plancha, de piedra pesada, no se usa pero sigue teniendo carbón. Se exhibe como un recuerdo de lo que un día fue y que, a su manera, sigue siendo hoy. La Sastrería Guzmán, la que lleva 120 años vistiendo a Málaga, no puede verse a simple vista. Siempre les gustó situarla en pisos altos, ahora en un segundo, en una callecita escondida de Torre de Sandoval. Es casi una metáfora de su historia. Reside en pleno centro, cerca de la bulliciosa Catedral, pero emerge oculta en un edificio cualquiera.
En él se puede conocer a Carlos Cobos, suegro del anterior propietario, Francisco Guzmán, que heredó la sastrería de su padre de mismo nombre. Lleva, pues, el peso de una generación que se renueva. Una historia de relevo de amor por la artesanía, de devoción al reto de las telas.
Carlos charla sin dejar de trabajar, concentrado con una aguja y una chaqueta que dispone en una gran mesa de mármol, con la maña de la experiencia de un maestro, el aprendizaje de su suegro. De fondo se escucha cantar a Diana Navarro, justo en la radio de la esquina, pero para él sólo existen las puntadas.
Sus manos sólo paran cuando levanta la mirada, cada muy poco tiempo, y sin quererlo muestra la entrega del oficio, esa precisión que tan bien escribió Gay Talese, hijo de sastre. Para Carlos no se trata de una prenda, sólo los suyos pueden entenderlo, aunque cada vez queden menos: «Todos los trajes se hacen con cariño, si no, no salen bien. Cada uno tiene su historia y su porqué». Su supervivencia bien lo sabe. Han vestido a rostros como el de Pepe Marchena, el cantaor, y viven del boca a boca, aunque reconoce que «la confección se está cargando la artesanía». Ellos siguen apostando por el trabajo a mano, cosiendo los retales de una historia que no necesita de vestirse. Vale por sí sola.
(La opinión de Málaga)
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