En el pueblo de Berció vivía una muchacha bellísima, que en fiestas y romerías era la más solicitada del pueblo. Mas ella rechazaba a todos los pretendientes, no queriendo separarse de sus padres. En una de esas romerías bailó con un joven labrador que, lejos de cortejarla como los otros, la trató con una respetuosa afabilidad. Bailaron juntos casi toda la tarde, y cuando otros mozos venían a pedir a la joven que bailase con ellos, decía que estaba cansada, para poder seguir hablando así con el nuevo compañero. Después, ya anochecido, bajaban todos hacia el pueblo, iban por el camino saltando y bailando al son de la gaita y del tamboril, tañidos por el viejo Manolín, que los seguía. La muchacha no se separaba del joven labrador, y cuando se cogían las manos para saltar, ella sentía una impresión desconocida. Aquella noche, en el lecho, apenas pudo conciliar el sueño; era la primera vez que un hombre la había atraído. El labrador también estaba prendado de su compañera de baile.
A la mañana siguiente se encontraron, camino del mercado. Y a partir de ese día se vieron en otras muchas ocasiones. Comenzaron luego a citarse, hasta que se hicieron novios. Los padres de la muchacha nada tenían que oponer, pues el futuro yerno era honrado, trabajador, no le gustaba demasiado la taberna ni las cartas, y sus tierras estaban bien cuidadas. Los novios se sentían cada día más felices. Era por el tiempo del otoño y esperaban casarse para Año Nuevo, después de haber celebrado las Navidades en sus casas respectivas como despedida. Ya en las romerías bailaban siempre juntos, como en el día en que se conocieron, y cuando se cogían de la mano para bailar la solemne Danza Prima, sus manos se apretaban firmemente con amor y confianza. En las esfoyazas, entre cuentos y canciones, las amigas de ta muchacha le daban bromas sobre el novio.
Mas los proyectos de los jóvenes enamorados no se llegaron a cumplir en el plazo que ellos deseaban. Por entonces hubo necesidad de reclutar gente para la guerra, y el muchacho fue llamado a las quintas. Gran disgusto fue para ellos; pero nada podían hacer. El día en que partía, ella lo acompañó un largo trecho, hasta la roca que llaman peña de Gubín, risco escarpado a los pies del cual pasa, encañonado y turbulento, el Nalón. Y sobre aquella peña que domina los valles vecinos, la muchacha hizo solemne juramento de aguardar a su novio: «¡Por la Virgen Santa te juro que cuando vuelvas me encontrarás en esta misma peña!». Con los ojos llenos de lágrimas, la joven besó la cruz formada por sus dedos. Después él partió, descendiendo por un sendero, entre robles, hasta el camino real, que pasaba no lejos de la peña. La muchacha volvió despacio hacia el pueblo.
Por aquel entonces vivía en un castillo medio derruido un caballero que aún poseía muchas tierras y riquezas y al que pagaban tributo muchos de los del pueblo. Este caballero había estado ausente algún tiempo, y cuando volvió a descansar, empezó a asistir a las romerías y a las fiestas. En una de éstas vio a la muchacha, que, a pesar de la ausencia de su novio, había asistido, forzada por sus amigas, que querían distraerla de la continua melancolía en que había caído desde la marcha de su prometido. El caballero se sintió atraído por la belleza delicada de la joven y se acercó a galantearla. Las compañeras se sintieron felices cuando se les acercó a su grupo el noble señor, pero la muchacha permaneció seria y silenciosa, sin responder nada a las palabras del caballero. Se encontraba allí incómoda; estaba cercano el plazo en que debía regresar su prometido y deseaba estar sola para pensar en él.
Así, antes de que terminara la fiesta, en vez de regresar, como en otras ocasiones, con los alegres grupos que bajaban bailando hacia el pueblo, se separó de las amigas, y por un sendero apartado se dirigió hasta la peña de Gubín. El sol se iba ya a ocultar; la tierra parecía haberse oscurecido en su verdor, los pájaros habían callado y sólo se oía el ruido de la corriente tumultuosa del Nalón. En el horizonte, las nubes se enrojecían. La muchacha, arrodillada en lo alto de la peña, pensaba en su prometido y escudriñaba los caminos y un trozo del camino real, para ver si llegaba el esperado. Pero, como otras tantas tardes, su espera fue en vano. El sol se puso, y la muchacha iba a incorporarse, suspirando, cuando oyó una voz que la sobresaltó: «¡No suspires más! ¡Aquí estoy!». Mas la voz no era la de su prometido. Se volvió. Frente a ella estaba el señor del castillo, que la miraba con ojos llenos de codicia y de pasión. La muchacha, alterada, no dijo nada, sino que intentó pasar. El caballero la sujetó por un brazo. «¡No te dejaré escapar! ¡Aquí nadie nos ve, y te quiero!» Ella le suplicó, llorando, que la dejase marchar, pues había hecho un juramento allí mismo y no podía ser de otro hombre, ya que su alma y su vida estaban ya dadas. «¡Dejadme volver al pueblo! Es tarde y extrañarán mi ausencia. No conviene a la reputación de una joven cuyo novio está ausente que se la vea acompañada.» Pero el caballero, lejos de dejarla pasar y de soltar el brazo, la abrazó, con la intención de besarla. Ella resistió heroicamente, haciendo inútiles esfuerzos para soltarse. Hasta que en la violencia de la lucha, resbalaron por el borde de la sima que cortaba la peña, y cayeron. El caballero gritó, espantado. Pero la muchacha tuvo tiempo de invocar a la Virgen: «¡Virgen Santa, valedme!».
Apenas había dicho esto, cuando, unas manos invisibles la sujetaron y la elevaron dulcemente hasta dejarla otra vez en lo alto de la peña.
El caballero fue arrastrado por la corriente del Nalón y su cuerpo apareció destrozado aguas abajo. Para que el milagro fuera más completo, cuando la muchacha, tendida en tierra, sollozaba aún llena de terror, sintió otra voz, ésta conocida y amada, que la llamaba. Se levantó y vio que por el sendero llegaba su prometido.
Pocos días después se celebraban las bodas. La muerte del caballero fue atribuida a un La peña de Gubín
En el pueblo de Berció vivía una muchacha bellísima, que en fiestas y romerías era la más solicitada del pueblo. Mas ella rechazaba a todos los pretendientes, no queriendo separarse de sus padres. En una de esas romerías bailó con un joven labrador que, lejos de cortejarla como los otros, la trató con una respetuosa afabilidad. Bailaron juntos casi toda la tarde, y cuando otros mozos venían a pedir a la joven que bailase con ellos, decía que estaba cansada, para poder seguir hablando así con el nuevo compañero. Después, ya anochecido, bajaban todos hacia el pueblo, iban por el camino saltando y bailando al son de la gaita y del tamboril, tañidos por el viejo Manolín, que los seguía. La muchacha no se separaba del joven labrador, y cuando se cogían las manos para saltar, ella sentía una impresión desconocida. Aquella noche, en el lecho, apenas pudo conciliar el sueño; era la primera vez que un hombre la había atraído. El labrador también estaba prendado de su compañera de baile.
A la mañana siguiente se encontraron, camino del mercado. Y a partir de ese día se vieron en otras muchas ocasiones. Comenzaron luego a citarse, hasta que se hicieron novios. Los padres de la muchacha nada tenían que oponer, pues el futuro yerno era honrado, trabajador, no le gustaba demasiado la taberna ni las cartas, y sus tierras estaban bien cuidadas. Los novios se sentían cada día más felices. Era por el tiempo del otoño y esperaban casarse para Año Nuevo, después de haber celebrado las Navidades en sus casas respectivas como despedida. Ya en las romerías bailaban siempre juntos, como en el día en que se conocieron, y cuando se cogían de la mano para bailar la solemne Danza Prima, sus manos se apretaban firmemente con amor y confianza. En las esfoyazas, entre cuentos y canciones, las amigas de ta muchacha le daban bromas sobre el novio.
Mas los proyectos de los jóvenes enamorados no se llegaron a cumplir en el plazo que ellos deseaban. Por entonces hubo necesidad de reclutar gente para la guerra, y el muchacho fue llamado a las quintas. Gran disgusto fue para ellos; pero nada podían hacer. El día en que partía, ella lo acompañó un largo trecho, hasta la roca que llaman peña de Gubín, risco escarpado a los pies del cual pasa, encañonado y turbulento, el Nalón. Y sobre aquella peña que domina los valles vecinos, la muchacha hizo solemne juramento de aguardar a su novio: «¡Por la Virgen Santa te juro que cuando vuelvas me encontrarás en esta misma peña!». Con los ojos llenos de lágrimas, la joven besó la cruz formada por sus dedos. Después él partió, descendiendo por un sendero, entre robles, hasta el camino real, que pasaba no lejos de la peña. La muchacha volvió despacio hacia el pueblo.
Por aquel entonces vivía en un castillo medio derruido un caballero que aún poseía muchas tierras y riquezas y al que pagaban tributo muchos de los del pueblo. Este caballero había estado ausente algún tiempo, y cuando volvió a descansar, empezó a asistir a las romerías y a las fiestas. En una de éstas vio a la muchacha, que, a pesar de la ausencia de su novio, había asistido, forzada por sus amigas, que querían distraerla de la continua melancolía en que había caído desde la marcha de su prometido. El caballero se sintió atraído por la belleza delicada de la joven y se acercó a galantearla. Las compañeras se sintieron felices cuando se les acercó a su grupo el noble señor, pero la muchacha permaneció seria y silenciosa, sin responder nada a las palabras del caballero. Se encontraba allí incómoda; estaba cercano el plazo en que debía regresar su prometido y deseaba estar sola para pensar en él.
Así, antes de que terminara la fiesta, en vez de regresar, como en otras ocasiones, con los alegres grupos que bajaban bailando hacia el pueblo, se separó de las amigas, y por un sendero apartado se dirigió hasta la peña de Gubín. El sol se iba ya a ocultar; la tierra parecía haberse oscurecido en su verdor, los pájaros habían callado y sólo se oía el ruido de la corriente tumultuosa del Nalón. En el horizonte, las nubes se enrojecían. La muchacha, arrodillada en lo alto de la peña, pensaba en su prometido y escudriñaba los caminos y un trozo del camino real, para ver si llegaba el esperado. Pero, como otras tantas tardes, su espera fue en vano. El sol se puso, y la muchacha iba a incorporarse, suspirando, cuando oyó una voz que la sobresaltó: «¡No suspires más! ¡Aquí estoy!». Mas la voz no era la de su prometido. Se volvió. Frente a ella estaba el señor del castillo, que la miraba con ojos llenos de codicia y de pasión. La muchacha, alterada, no dijo nada, sino que intentó pasar. El caballero la sujetó por un brazo. «¡No te dejaré escapar! ¡Aquí nadie nos ve, y te quiero!» Ella le suplicó, llorando, que la dejase marchar, pues había hecho un juramento allí mismo y no podía ser de otro hombre, ya que su alma y su vida estaban ya dadas. «¡Dejadme volver al pueblo! Es tarde y extrañarán mi ausencia. No conviene a la reputación de una joven cuyo novio está ausente que se la vea acompañada.» Pero el caballero, lejos de dejarla pasar y de soltar el brazo, la abrazó, con la intención de besarla. Ella resistió heroicamente, haciendo inútiles esfuerzos para soltarse. Hasta que en la violencia de la lucha, resbalaron por el borde de la sima que cortaba la peña, y cayeron. El caballero gritó, espantado. Pero la muchacha tuvo tiempo de invocar a la Virgen: «¡Virgen Santa, valedme!».
Apenas había dicho esto, cuando, unas manos invisibles la sujetaron y la elevaron dulcemente hasta dejarla otra vez en lo alto de la peña.
El caballero fue arrastrado por la corriente del Nalón y su cuerpo apareció destrozado aguas abajo. Para que el milagro fuera más completo, cuando la muchacha, tendida en tierra, sollozaba aún llena de terror, sintió otra voz, ésta conocida y amada, que la llamaba. Se levantó y vio que por el sendero llegaba su prometido.
Pocos días después se celebraban las bodas. La muerte del caballero fue atribuida a un accidente. Sólo el párroco sabía la verdad de lo sucedido.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
A la mañana siguiente se encontraron, camino del mercado. Y a partir de ese día se vieron en otras muchas ocasiones. Comenzaron luego a citarse, hasta que se hicieron novios. Los padres de la muchacha nada tenían que oponer, pues el futuro yerno era honrado, trabajador, no le gustaba demasiado la taberna ni las cartas, y sus tierras estaban bien cuidadas. Los novios se sentían cada día más felices. Era por el tiempo del otoño y esperaban casarse para Año Nuevo, después de haber celebrado las Navidades en sus casas respectivas como despedida. Ya en las romerías bailaban siempre juntos, como en el día en que se conocieron, y cuando se cogían de la mano para bailar la solemne Danza Prima, sus manos se apretaban firmemente con amor y confianza. En las esfoyazas, entre cuentos y canciones, las amigas de ta muchacha le daban bromas sobre el novio.
Mas los proyectos de los jóvenes enamorados no se llegaron a cumplir en el plazo que ellos deseaban. Por entonces hubo necesidad de reclutar gente para la guerra, y el muchacho fue llamado a las quintas. Gran disgusto fue para ellos; pero nada podían hacer. El día en que partía, ella lo acompañó un largo trecho, hasta la roca que llaman peña de Gubín, risco escarpado a los pies del cual pasa, encañonado y turbulento, el Nalón. Y sobre aquella peña que domina los valles vecinos, la muchacha hizo solemne juramento de aguardar a su novio: «¡Por la Virgen Santa te juro que cuando vuelvas me encontrarás en esta misma peña!». Con los ojos llenos de lágrimas, la joven besó la cruz formada por sus dedos. Después él partió, descendiendo por un sendero, entre robles, hasta el camino real, que pasaba no lejos de la peña. La muchacha volvió despacio hacia el pueblo.
Por aquel entonces vivía en un castillo medio derruido un caballero que aún poseía muchas tierras y riquezas y al que pagaban tributo muchos de los del pueblo. Este caballero había estado ausente algún tiempo, y cuando volvió a descansar, empezó a asistir a las romerías y a las fiestas. En una de éstas vio a la muchacha, que, a pesar de la ausencia de su novio, había asistido, forzada por sus amigas, que querían distraerla de la continua melancolía en que había caído desde la marcha de su prometido. El caballero se sintió atraído por la belleza delicada de la joven y se acercó a galantearla. Las compañeras se sintieron felices cuando se les acercó a su grupo el noble señor, pero la muchacha permaneció seria y silenciosa, sin responder nada a las palabras del caballero. Se encontraba allí incómoda; estaba cercano el plazo en que debía regresar su prometido y deseaba estar sola para pensar en él.
Así, antes de que terminara la fiesta, en vez de regresar, como en otras ocasiones, con los alegres grupos que bajaban bailando hacia el pueblo, se separó de las amigas, y por un sendero apartado se dirigió hasta la peña de Gubín. El sol se iba ya a ocultar; la tierra parecía haberse oscurecido en su verdor, los pájaros habían callado y sólo se oía el ruido de la corriente tumultuosa del Nalón. En el horizonte, las nubes se enrojecían. La muchacha, arrodillada en lo alto de la peña, pensaba en su prometido y escudriñaba los caminos y un trozo del camino real, para ver si llegaba el esperado. Pero, como otras tantas tardes, su espera fue en vano. El sol se puso, y la muchacha iba a incorporarse, suspirando, cuando oyó una voz que la sobresaltó: «¡No suspires más! ¡Aquí estoy!». Mas la voz no era la de su prometido. Se volvió. Frente a ella estaba el señor del castillo, que la miraba con ojos llenos de codicia y de pasión. La muchacha, alterada, no dijo nada, sino que intentó pasar. El caballero la sujetó por un brazo. «¡No te dejaré escapar! ¡Aquí nadie nos ve, y te quiero!» Ella le suplicó, llorando, que la dejase marchar, pues había hecho un juramento allí mismo y no podía ser de otro hombre, ya que su alma y su vida estaban ya dadas. «¡Dejadme volver al pueblo! Es tarde y extrañarán mi ausencia. No conviene a la reputación de una joven cuyo novio está ausente que se la vea acompañada.» Pero el caballero, lejos de dejarla pasar y de soltar el brazo, la abrazó, con la intención de besarla. Ella resistió heroicamente, haciendo inútiles esfuerzos para soltarse. Hasta que en la violencia de la lucha, resbalaron por el borde de la sima que cortaba la peña, y cayeron. El caballero gritó, espantado. Pero la muchacha tuvo tiempo de invocar a la Virgen: «¡Virgen Santa, valedme!».
Apenas había dicho esto, cuando, unas manos invisibles la sujetaron y la elevaron dulcemente hasta dejarla otra vez en lo alto de la peña.
El caballero fue arrastrado por la corriente del Nalón y su cuerpo apareció destrozado aguas abajo. Para que el milagro fuera más completo, cuando la muchacha, tendida en tierra, sollozaba aún llena de terror, sintió otra voz, ésta conocida y amada, que la llamaba. Se levantó y vio que por el sendero llegaba su prometido.
Pocos días después se celebraban las bodas. La muerte del caballero fue atribuida a un La peña de Gubín
En el pueblo de Berció vivía una muchacha bellísima, que en fiestas y romerías era la más solicitada del pueblo. Mas ella rechazaba a todos los pretendientes, no queriendo separarse de sus padres. En una de esas romerías bailó con un joven labrador que, lejos de cortejarla como los otros, la trató con una respetuosa afabilidad. Bailaron juntos casi toda la tarde, y cuando otros mozos venían a pedir a la joven que bailase con ellos, decía que estaba cansada, para poder seguir hablando así con el nuevo compañero. Después, ya anochecido, bajaban todos hacia el pueblo, iban por el camino saltando y bailando al son de la gaita y del tamboril, tañidos por el viejo Manolín, que los seguía. La muchacha no se separaba del joven labrador, y cuando se cogían las manos para saltar, ella sentía una impresión desconocida. Aquella noche, en el lecho, apenas pudo conciliar el sueño; era la primera vez que un hombre la había atraído. El labrador también estaba prendado de su compañera de baile.
A la mañana siguiente se encontraron, camino del mercado. Y a partir de ese día se vieron en otras muchas ocasiones. Comenzaron luego a citarse, hasta que se hicieron novios. Los padres de la muchacha nada tenían que oponer, pues el futuro yerno era honrado, trabajador, no le gustaba demasiado la taberna ni las cartas, y sus tierras estaban bien cuidadas. Los novios se sentían cada día más felices. Era por el tiempo del otoño y esperaban casarse para Año Nuevo, después de haber celebrado las Navidades en sus casas respectivas como despedida. Ya en las romerías bailaban siempre juntos, como en el día en que se conocieron, y cuando se cogían de la mano para bailar la solemne Danza Prima, sus manos se apretaban firmemente con amor y confianza. En las esfoyazas, entre cuentos y canciones, las amigas de ta muchacha le daban bromas sobre el novio.
Mas los proyectos de los jóvenes enamorados no se llegaron a cumplir en el plazo que ellos deseaban. Por entonces hubo necesidad de reclutar gente para la guerra, y el muchacho fue llamado a las quintas. Gran disgusto fue para ellos; pero nada podían hacer. El día en que partía, ella lo acompañó un largo trecho, hasta la roca que llaman peña de Gubín, risco escarpado a los pies del cual pasa, encañonado y turbulento, el Nalón. Y sobre aquella peña que domina los valles vecinos, la muchacha hizo solemne juramento de aguardar a su novio: «¡Por la Virgen Santa te juro que cuando vuelvas me encontrarás en esta misma peña!». Con los ojos llenos de lágrimas, la joven besó la cruz formada por sus dedos. Después él partió, descendiendo por un sendero, entre robles, hasta el camino real, que pasaba no lejos de la peña. La muchacha volvió despacio hacia el pueblo.
Por aquel entonces vivía en un castillo medio derruido un caballero que aún poseía muchas tierras y riquezas y al que pagaban tributo muchos de los del pueblo. Este caballero había estado ausente algún tiempo, y cuando volvió a descansar, empezó a asistir a las romerías y a las fiestas. En una de éstas vio a la muchacha, que, a pesar de la ausencia de su novio, había asistido, forzada por sus amigas, que querían distraerla de la continua melancolía en que había caído desde la marcha de su prometido. El caballero se sintió atraído por la belleza delicada de la joven y se acercó a galantearla. Las compañeras se sintieron felices cuando se les acercó a su grupo el noble señor, pero la muchacha permaneció seria y silenciosa, sin responder nada a las palabras del caballero. Se encontraba allí incómoda; estaba cercano el plazo en que debía regresar su prometido y deseaba estar sola para pensar en él.
Así, antes de que terminara la fiesta, en vez de regresar, como en otras ocasiones, con los alegres grupos que bajaban bailando hacia el pueblo, se separó de las amigas, y por un sendero apartado se dirigió hasta la peña de Gubín. El sol se iba ya a ocultar; la tierra parecía haberse oscurecido en su verdor, los pájaros habían callado y sólo se oía el ruido de la corriente tumultuosa del Nalón. En el horizonte, las nubes se enrojecían. La muchacha, arrodillada en lo alto de la peña, pensaba en su prometido y escudriñaba los caminos y un trozo del camino real, para ver si llegaba el esperado. Pero, como otras tantas tardes, su espera fue en vano. El sol se puso, y la muchacha iba a incorporarse, suspirando, cuando oyó una voz que la sobresaltó: «¡No suspires más! ¡Aquí estoy!». Mas la voz no era la de su prometido. Se volvió. Frente a ella estaba el señor del castillo, que la miraba con ojos llenos de codicia y de pasión. La muchacha, alterada, no dijo nada, sino que intentó pasar. El caballero la sujetó por un brazo. «¡No te dejaré escapar! ¡Aquí nadie nos ve, y te quiero!» Ella le suplicó, llorando, que la dejase marchar, pues había hecho un juramento allí mismo y no podía ser de otro hombre, ya que su alma y su vida estaban ya dadas. «¡Dejadme volver al pueblo! Es tarde y extrañarán mi ausencia. No conviene a la reputación de una joven cuyo novio está ausente que se la vea acompañada.» Pero el caballero, lejos de dejarla pasar y de soltar el brazo, la abrazó, con la intención de besarla. Ella resistió heroicamente, haciendo inútiles esfuerzos para soltarse. Hasta que en la violencia de la lucha, resbalaron por el borde de la sima que cortaba la peña, y cayeron. El caballero gritó, espantado. Pero la muchacha tuvo tiempo de invocar a la Virgen: «¡Virgen Santa, valedme!».
Apenas había dicho esto, cuando, unas manos invisibles la sujetaron y la elevaron dulcemente hasta dejarla otra vez en lo alto de la peña.
El caballero fue arrastrado por la corriente del Nalón y su cuerpo apareció destrozado aguas abajo. Para que el milagro fuera más completo, cuando la muchacha, tendida en tierra, sollozaba aún llena de terror, sintió otra voz, ésta conocida y amada, que la llamaba. Se levantó y vio que por el sendero llegaba su prometido.
Pocos días después se celebraban las bodas. La muerte del caballero fue atribuida a un accidente. Sólo el párroco sabía la verdad de lo sucedido.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
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