Una vez vivió en Granada un albañil muy pobre. Tenía mucha familia, y como apenas ganaba dinero, iban todos como gitanos. Aunque nuestro hombre era un vago, era muy piadoso, y se pasaba las horas rezando en la iglesia. El cura ya le conocía, de verle por allí, y un buen día se presentó en su casa.
-Buenos días, buen hombre -le dijo-; como eres un buen cristiano, quisiera darte algo a ganar con un trabajillo que tengo entre manos. El albañil contestó:
-Con mucho gusto, padre, si me lo paga bien.
El cura le aseguró que, si lo hacía, no habría de arrepentirse. Pero le advirtió que debería vendarle los ojos.
El albañil no opuso a esto el menor reparo, y, una vez vendado, el cura se lo llevó por calles estrechas, hasta que llegaron al portal de una casa. El cura metió la llave en la cerradura y abrió una pesada puerta, que volvió a cerrar con cerrojo cuando hubieron entrado, conduciendo luego al albañil, por una espaciosa sala, al interior del edificio. Cuando le quitaron la venda de los ojos, se encontró en un patio o corral, alumbrado por la luz de un candil, y en cuyo centro había una fuente con un pilón, bajo la cual le ordenó el cura que hiciese como una especie de nicho, para lo que dejaba a su disposición ladrillos y cemento. Trabajó el albañil toda la noche, sin acabar la obra, y al amanecer le entregó el cura una moneda de oro, y después de vendarlo de nuevo, le condujo a su casa.
-¿Estás dispuesto -le preguntó- a volver y concluir tu trabajo?
-Con mucho gusto, mientras me pague bien.
-Mañana, a medianoche, volveré a buscarte.
Así fue, y la obra quedó terminada.
-Ahora -dijo el cura- habrás de ayudarme a transportar los cadáveres que han de enterrarse en este nicho.
El pobre albañil se quedó muerto de susto al oír aquello, y, temblando, siguió al cura a una apartada salita del edificio, en espera de presenciar un horroroso espectáculo; pero se tranquilizó al no ver otra cosa que tres grandes orzas arrimadas a un rincón. Por lo que pesaban, no podía dudarse de que estaban llenas de dinero, y con gran trabajo consiguieron sacarlas entre los dos y meterlas en la tumba, que quedó cerrada, y, luego de arreglado el pavimento, nadie hubiera dicho que allí se había removido nada. El albañil, siempre vendado, salió por lugar distinto de donde entró, y después de conducirlo el cura por estrechos callejones y de hacerle dar muchas vueltas, lo detuvo, le puso en la mano dos monedas de oro y le advirtió:
-Espera aquí hasta que oigas la campana de la catedral, que toca a maitines. Si antes tratas de quitarte la venda de los ojos, te ocurrirá una gran desgracia.
Y, dicho esto, se alejó.
El albañil hizo como se le había ordenado, distrayéndose con el sonecillo de las monedas de oro que tenía en la mano, y apenas la campana de la catedral tocó a maitines, se arrancó la venda y se encontró en la ribera del Genil, de donde se apresuró a marchar a casa, y con su familia gozó durante quince días de las ganancias de dos noches de trabajo, y volvió a quedar después tan pobre como antes.
Siguió trabajando poco y rezando mucho y guardando las fiestas del domingo y de los santos de año en año, mientras su familia andaba famélica y desarrapada como los gitanos. Cuando estaba un día sentado a la puerta de su casucha, se le acercó un rico viejo y avariento, muy conocido en el lugar. Se le quedó mirando un rato, a través de sus espesas cejas, y le dijo: -Tengo entendido, amigo, que eres muy pobre. -No hay por qué negarlo, señor, pues bien se ve.
-Buenos días, buen hombre -le dijo-; como eres un buen cristiano, quisiera darte algo a ganar con un trabajillo que tengo entre manos. El albañil contestó:
-Con mucho gusto, padre, si me lo paga bien.
El cura le aseguró que, si lo hacía, no habría de arrepentirse. Pero le advirtió que debería vendarle los ojos.
El albañil no opuso a esto el menor reparo, y, una vez vendado, el cura se lo llevó por calles estrechas, hasta que llegaron al portal de una casa. El cura metió la llave en la cerradura y abrió una pesada puerta, que volvió a cerrar con cerrojo cuando hubieron entrado, conduciendo luego al albañil, por una espaciosa sala, al interior del edificio. Cuando le quitaron la venda de los ojos, se encontró en un patio o corral, alumbrado por la luz de un candil, y en cuyo centro había una fuente con un pilón, bajo la cual le ordenó el cura que hiciese como una especie de nicho, para lo que dejaba a su disposición ladrillos y cemento. Trabajó el albañil toda la noche, sin acabar la obra, y al amanecer le entregó el cura una moneda de oro, y después de vendarlo de nuevo, le condujo a su casa.
-¿Estás dispuesto -le preguntó- a volver y concluir tu trabajo?
-Con mucho gusto, mientras me pague bien.
-Mañana, a medianoche, volveré a buscarte.
Así fue, y la obra quedó terminada.
-Ahora -dijo el cura- habrás de ayudarme a transportar los cadáveres que han de enterrarse en este nicho.
El pobre albañil se quedó muerto de susto al oír aquello, y, temblando, siguió al cura a una apartada salita del edificio, en espera de presenciar un horroroso espectáculo; pero se tranquilizó al no ver otra cosa que tres grandes orzas arrimadas a un rincón. Por lo que pesaban, no podía dudarse de que estaban llenas de dinero, y con gran trabajo consiguieron sacarlas entre los dos y meterlas en la tumba, que quedó cerrada, y, luego de arreglado el pavimento, nadie hubiera dicho que allí se había removido nada. El albañil, siempre vendado, salió por lugar distinto de donde entró, y después de conducirlo el cura por estrechos callejones y de hacerle dar muchas vueltas, lo detuvo, le puso en la mano dos monedas de oro y le advirtió:
-Espera aquí hasta que oigas la campana de la catedral, que toca a maitines. Si antes tratas de quitarte la venda de los ojos, te ocurrirá una gran desgracia.
Y, dicho esto, se alejó.
El albañil hizo como se le había ordenado, distrayéndose con el sonecillo de las monedas de oro que tenía en la mano, y apenas la campana de la catedral tocó a maitines, se arrancó la venda y se encontró en la ribera del Genil, de donde se apresuró a marchar a casa, y con su familia gozó durante quince días de las ganancias de dos noches de trabajo, y volvió a quedar después tan pobre como antes.
Siguió trabajando poco y rezando mucho y guardando las fiestas del domingo y de los santos de año en año, mientras su familia andaba famélica y desarrapada como los gitanos. Cuando estaba un día sentado a la puerta de su casucha, se le acercó un rico viejo y avariento, muy conocido en el lugar. Se le quedó mirando un rato, a través de sus espesas cejas, y le dijo: -Tengo entendido, amigo, que eres muy pobre. -No hay por qué negarlo, señor, pues bien se ve.
-Entonces tal vez te gustaría hacer un ligero remiendo, y trabajarías barato.
-Más barato, señor mío, que ningún otro albañil de Granada.
-Eso es lo que yo quería. Tengo una casa que amenaza ruina, y he de gastarme en reparaciones más de lo que me produce de renta, porque nadie quiere vivir en ella. Por eso me propongo hacerle algunos remiendos, para dejarla habitable con el menor dinero posible.
El albañil fue, pues, con el propietario a una casa desierta, que parecía próxima a desplomarse, y cuando, después de atravesar varias salas, llegó a un patio interior y vio una vieja fuente, se detuvo un momento, pensando que aquel lugar no le era desconocido.
-¿Puede usted decirme quién fue el que habitó esta casa últimamente?
-Un clérigo viejo y cicatero que no se ocupaba más que de sí mismo. Se decía que era muy rico y que, como no tenía parientes, dejaría toda su riqueza a la Iglesia. Murió de repente, y curas y frailes vinieron corriendo a tomar posesión de su fortuna; pero no hallaron sino unos pocos ducados en una bolsa de cuero. La gente dice que se oyen todas las noches sonidos de monedas en el cuarto en que dormía el cura, como si estuviera contando su dinero, y a veces lamentos y gemidos en el patio. Por estas habladurías, no hay nadie que quiera habitarla.
-En tal caso -dijo el albañil resueltamente-, déjeme instalarme aquí de balde, mientras se presenta un inquilino mejor, y yo me comprometo a restaurar poco a poco la casa.
El albañil, una vez que el propietario hubo aceptado el trato, se trasladó a vivir a ella. Pasó el tiempo, y la casa pronto apareció restaurada por completo. Las gentes, no obstante, no se atrevieron a habitarla, y el albañil siguió viviendo en ella.
Apenas trabajaba; mas, sin saberse cómo, aquella familia comenzó a prosperar. Comían bien, vestían mejor y llegaron a ser unos personajes en Granada. Claro está que todo aquello salió del nicho del patio, donde estaba enterrada la herencia del cura.
Ésta es la leyenda que se cuenta en Granada acerca de una espaciosa casa de una oscura calle del Albaicín.
(Leyendas de España)
-Más barato, señor mío, que ningún otro albañil de Granada.
-Eso es lo que yo quería. Tengo una casa que amenaza ruina, y he de gastarme en reparaciones más de lo que me produce de renta, porque nadie quiere vivir en ella. Por eso me propongo hacerle algunos remiendos, para dejarla habitable con el menor dinero posible.
El albañil fue, pues, con el propietario a una casa desierta, que parecía próxima a desplomarse, y cuando, después de atravesar varias salas, llegó a un patio interior y vio una vieja fuente, se detuvo un momento, pensando que aquel lugar no le era desconocido.
-¿Puede usted decirme quién fue el que habitó esta casa últimamente?
-Un clérigo viejo y cicatero que no se ocupaba más que de sí mismo. Se decía que era muy rico y que, como no tenía parientes, dejaría toda su riqueza a la Iglesia. Murió de repente, y curas y frailes vinieron corriendo a tomar posesión de su fortuna; pero no hallaron sino unos pocos ducados en una bolsa de cuero. La gente dice que se oyen todas las noches sonidos de monedas en el cuarto en que dormía el cura, como si estuviera contando su dinero, y a veces lamentos y gemidos en el patio. Por estas habladurías, no hay nadie que quiera habitarla.
-En tal caso -dijo el albañil resueltamente-, déjeme instalarme aquí de balde, mientras se presenta un inquilino mejor, y yo me comprometo a restaurar poco a poco la casa.
El albañil, una vez que el propietario hubo aceptado el trato, se trasladó a vivir a ella. Pasó el tiempo, y la casa pronto apareció restaurada por completo. Las gentes, no obstante, no se atrevieron a habitarla, y el albañil siguió viviendo en ella.
Apenas trabajaba; mas, sin saberse cómo, aquella familia comenzó a prosperar. Comían bien, vestían mejor y llegaron a ser unos personajes en Granada. Claro está que todo aquello salió del nicho del patio, donde estaba enterrada la herencia del cura.
Ésta es la leyenda que se cuenta en Granada acerca de una espaciosa casa de una oscura calle del Albaicín.
(Leyendas de España)
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