Era el conde de Castilla Garci Fernández uno de los más apuestos y gallardos varones que nunca se vieran. Hijo de Fernán González, unía al valor heredado de su padre una hermosa prestancia; eran bellas, sobre todo, sus manos, tan blancas y suaves que enamoraban a todas las mujeres que las contemplaban. Y el buen conde, temeroso de ello, cada vez que tenía que hablar con mujer, hermana o hija de amigo o vasallo, cuidaba mucho de llevar enguantadas sus manos.
Por aquel tiempo las tierras y caminos de Castilla eran paso obligado de muchas peregrinaciones que se dirigían a Santiago. De todas las naciones del mundo llegaban hombres y mujeres, nobles y siervos. En una de esas piadosas expediciones llegó un conde francés acompañado de su hija. Recibió hospedaje en el palacio de Garci Fernández, que desde el primer momento se sintió prendado de la belleza de la hija del francés. Ella, de nombre Argentina, también se sintió seducida por la gallardía de su huésped y por la radiante blancura de sus manos. Y así, con anuencia de su padre, aceptó el casamiento que Garci Fernández le propuso, celebrándose los esponsales con gran animación y alegría.
Pasaron algunos años y la unión de Garci Fernández y Argentina fue estéril. El conde estaba siempre agobiado por la lucha dura contra los musulmanes, y Argentina poco a poco iba dejando enfriar aquel amor que la hiciera cambiar de patria y morada. Se cumplían ya seis años de su matrimonio y ella suspiraba sintiéndose poco feliz. Un día, por el mismo camino que ella viniera, llegó un conde francés, lo cual llenó de gran alegría a la condesa, que dispuso un rico alojamiento para su compatriota. Largas conversaciones tuvo con él, y el francés, que era viudo, logró con mañosas palabras seducir a la condesa. Garci Fernández por aquellos días yacía en el lecho, preso de pertinaz dolencia, y no advirtió la traición de que era objeto. Y ésta se consumó con la huida de la traidora condesa y del francés. Cuando Garci Fernández lo supo, ya los desleales estaban lejos y era imposible alcanzarlos.
Gran dolor tuvo Garci Fernández ante tan cruel alevosía. Y en cuanto curó, determinó realizar una peregrinación a Francia, a Santa María de Rocamador. Encargó el gobierno de Castilla a dos jueces, Gil Pérez de Barbadillo y Ferrant Pérez, y él, tomando para su compañía tan solo a un fiel criado, partió.
Llegó después de muchas jornadas al condado de aquel francés que pérfidamente le robara a su esposa; Garci Fernández y su criado habían tomado hábitos modestísimos y se fingían peregrinos mendicantes, de esta manera pudieron hablar con las gentes de aquel condado y oyeron contar que el traidor había tenido de su primer matrimonio una hermosa hija, a la que tanto él como su madrastra, la condesa Argentina, daban de continuo un trato cruel. Ninguna alegría tenía la hermosa muchacha y sufría día tras día molestias, persecuciones e insultos. Sólo le era fiel una vieja criada, a la cual hablaba de su triste estado y de cómo suspiraba porque algún caballero la librase de su esclavitud y la llevara consigo, lejos de aquellos parajes, de tan mala vida para ella.
El conde Garci Fernández y su criado, mientras tanto, iban todos los días al castillo para comer de las sobras que allí se repartían a los mendigos. La criada de la hija del conde francés, una vez que asistía al reparto de las sobras, notó la distinción que, a pesar del harapiento disfraz, emanaba de la persona de Garci Fernández; mientras éste tenía la escudilla entre sus manos, vio la criada cómo brillaban de blancura, contrastando con el barro de la tosca vasija. Pensó que quien poseía tales manos no podía ser sino un noble caballero, enmascarado de tal suerte. Lo llamó aparte, como si fuera a darle más comida, y con habilidad fue preguntándole por su patria y procedencia, hasta que, ganando la confianza del supuesto peregrino, supo de sus labios toda su lastimera historia. Y quedó admirada al saber que aquel a quien ella había creído, de noble cuna, lo era, y aún mucho más que el señor de su tierra.
La fiel sirviente, pensando que había encontrado al hombre que pudiera librar a su señora de la cruel vida que recibía, condujo a Garci Fernández por un pasaje reservado hasta la cámara de doña Sancha, que así se llamaba la hija del conde francés. El castellano, echándose de rodillas ante la muchacha, le declaró todo lo que le había ocurrido y de qué manera había sido burlado y afrentado. «No la vida, sino el honor es lo que es valioso para mí-le dijo-. Y no puedo volver a Castilla y presentarme ante mis subditos si no es después de haber cumplido mi venganza.» Doña Sancha vio abierto el camino de su liberación y el medio de que terminase su triste estado. Aquella misma noche se dio como esposa al conde Garci Fernández; lo ocultó en su cámara y le indicó el camino a la de su padre y madrastra. El castellano, cuando todos descansaban en el palacio, se deslizó ocultamente, y entrando en la alcoba de los traidores, los mató y descabezó. Y después huyó a Castilla, llevando consigo a doña Sancha.
Llegó a Castilla Garci Fernández, y reuniendo a sus vasallos, les mostró las cabezas de los traidores y les dijo: «Ahora soy digno de ser señor vuestro, que me he vengado, y no antes, que vivía en deshonra». Y todos los caballeros reconocieron que la honra de su señor había quedado limpia, y rindieron pleito homenaje a doña Sancha, como condesa de Castilla.
Mas no debían cesar las desventuras de Garci Fernández. Doña Sancha no había obrado tanto por amor como por venganza; su alma estaba madurada al calor de muchas amarguras y de muchas hieles, y en ella había asentado el rencor una raíz que nada podía quitar. El odio que durante tantos años había cuajado su alma, al desaparecer el objeto concreto, había dejado una huella de amargura y de ambición. El nacimiento de un hijo, Sancho, no aumentó su amor a Garci Fernández, sino más bien lo hizo disminuir, creciendo, en cambio, su soberbia y anhelo de dominio. Por entonces las victorias de Almanzor sobre los cristianos rodeaban a la figura del caudillo moro de un prestigio casi mítico. Doña Sancha había oído de continuo los relatos de esas victorias y su espíritu ambicioso había concebido el fantástico proyecto de darse a Almanzor como esposa; al mismo tiempo, el amor hacia su marido se había convertido en odio frenético. Y así, buscando un medio que la desembarazase del conde, también trataba de entregarse a Almanzor. Éste, habiendo sabido la hermosura de la condesa, le envió un mensaje en el cual le pedía que se uniese con él. Y viendo doña Sancha de qué manera sus deseos tenían vía abierta para cumplirse, planeó causar la muerte de Garci Fernández en la guerra. Entonces los caballeros, para estar más prontos al combate, dado lo agitado de los tiempos, tenían los caballos al lado de sus propias habitaciones y eran las mujeres quienes cuidaban de las cabalgaduras. Doña Sancha, cada noche, quitaba la cebada del pesebre y dejaba que el caballo comiese sólo salvado. Después, como era cerca de Nochebuena, aconsejó al conde que diese licencia a su hueste para que celebrasen la fiesta en sus casas. Y la misma noche de Navidad envió un mensajero a Almanzor, que con un grupo de sus gentes atacó la tierra del conde; éste echó mano de los contados caballeros que habían quedado junto a él y salieron al campo a combatir a los agresores. Mas en medio de la pelea, el caballo del conde, debilitado, cayó, y Garci Fernández fue herido y hecho preso. Sus vencedores lo llevaron a Córdoba, en donde al cabo de poco tiempo murió. El lugar del combate fue Piedra Salada.
Mas todavía el propósito de doña Sancha no se había cumplido totalmente. Tenía el estorbo de su hijo, Sancho, y así planeó su muerte. Pensó utilizar un filtro para deshacerse de quien se oponía a su ambición. Mas una camarera vio cómo preparaba el veneno, y reveló el secreto a un escudero de quien era amante, y éste a su vez lo anunció al conde.
Pocos días después, don Sancho regresaba de una expedición, y cuando se sentó a su mesa para descansar, la condesa se aproximó con una copa, ofreciéndole de beber. Mas don Sancho, comprendiendo que le ofrecía el veneno, la obligó a que bebiera ella primero, y aunque doña Sancha se negó, hubo de hacerlo, cayendo fulminada en el momento en que sus labios se posaron en la copa. Don Sancho recompensó al escudero dándole el título de Monteros de Espinosa, y fundó un monasterio en memoria de su madre, pues, a pesar del castigo con que vengara su alevosía, sintió gran pena por haber tenido que ejecutar su muerte. Y ese monasterio es el de Oña, porque en Castilla decían "mi oña" por "mi dueña"
De todo un poco. Leyendas, tradiciones e historias curiosas de todas las regiones de España. Unas son verdad y otras no tanto.
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