En la plazuela del Almez había una humilde y ruinosa casucha, en cuyos muros agrietados se descubrían los restos de un ajimez árabe, que indicaba la antigüedad de aquella construcción. Desde la puerta de la calle veíase, en el interior, un patio medio derruido, en cuyo suelo, cubierto de hierba y musgo, se destacaba una gran losa brillante, de mármol negro, a la que miraban las gentes con gran respeto, atribuyéndole un poder sobrenatural. Se decía que encerraba un tesoro árabe; pero si algún osado había pretendido levantarla, pronto tuvo que desistir de su empresa, ante el peso prodigioso de aquella losa, que no podía moverse ni con el esfuerzo de centenares de hombres. Su brillo, debido a su encantamiento, no se había apagado nunca, ni con el transcurso de varias centurias.
En esta casa habitaban dos mujeres solas, tejedoras de oficio, aunque en la indigencia. Una era anciana, enferma y achacosa, y la otra, una nieta suya, huérfana, que, en contraste con ella, era una moza de espléndida juventud y gran hermosura, comparable a una fragante rosa. Las dos mujeres oían constantemente sospechosos ruidos en la casa, que atribuían a las almas en pena de sus antiguos moradores árabes, conocedores tal vez del lugar en que se encontraba escondido el tesoro.
Una fría noche, alrededor del fuego contemplaba la vieja el iluminado rostro de su nieta, de peregrina hermosura, sin otro adorno que sus humildes trajes de paño burdo. Soñando con verla rodeada de riquezas y vestida de seda que hiciera resaltar su soberana belleza, que envidiarían las más nobles damas, pensó en el tesoro oculto y comunicó a su nieta sus deseos de poseerlo.
La nieta, que no tenía ambición alguna, sintió miedo ante el enigma de la losa y la desagradable compañía de los seres de ultratumba que lo custodiaban. Pero, dominada por su abuela, que ya gozaba en su mente con aquella fabulosa fortuna, capaz de proporcionarles una vida de bienestar y lujos, se decidió a colaborar en la búsqueda, y las dos esperaron a que dieran las doce de la noche. En el reloj de la cancillería sonaron las doce campanadas, y pronto empezó a oírse un ruido sordo que conmovía los cimientos de la casa. Las dos mujeres se asomaron por un estrecho ventanillo que daba al patio, y en la tenebrosa noche vieron pronto aparecer unos misteriosos seres que, cubiertos con cogullas negras y llevando en la mano cirios amarillos, iban invadiendo aquel recinto. En el centro de la losa negra apareció una lucecita, en la que fueron encendiendo sus cirios, cuya temblona llama no se apagaba, a pesar del viento y de la lluvia; formaron todos un círculo en torno de la losa y empezaron a danzar al son de un monótono canto. El espanto prendió en el ánimo de las pobres mujeres; mas allí continuaron, con el rostro pegado a la ventana y la respiración contenida, para no ser descubiertas. Transcurridos unos minutos, la piedra empezó a levantarse sola, muy despacio, y acelerando el ritmo de la danza, saltaban enloquecidos alrededor, hasta que se elevó en el aire, a la altura de un hombre, dejando una entrada subterránea, por la que se veía una escalera de nácar y plata, iluminada con fantásticos resplandores, al mismo tiempo que se percibían en el ambiente los más exquisitos aromas.
La vieja miraba con ojos codiciosos aquella entrada que conducía al tesoro. Aquellos raros seres continuaron danzando, y se empezó a oír una armoniosa melodía, y apareció por la escalera de nácar un arrogante y hermoso mancebo con ricas vestiduras recamadas de piedras preciosas y bordados de oro. Los enmascarados saludaron al joven agitando los cirios, pero sin interrumpir la danza, y el joven desapareció por la oscuridad del patio. Pasó una hora, y ya danzaban fatigosamente aquellas sombras; pero si intentaban pararse, la losa descendía, y era preciso continuar la danza. Al mismo tiempo que las fuerzas, se les agotaban los cirios, y ya les faltaba poco para quedarse a oscuras, cuando volvió el joven, con cierta tristeza en su semblante, y dio las gracias por haberle concedido unos momentos de libertad. Se le vio descender entonces por la escalera, mientras la losa bajaba poco a poco, hasta quedar encajada en tierra. Rápidamente, como por encanto, desaparecieron todos aquellos seres siniestros, y en el patio no quedaron más huellas de ellos que las gotas de cera de sus cirios derretidos.
Las dos mujeres, muy impresionadas por esta visión, se retiraron a sus lechos, sin apenas hablarse. La vieja, con la obsesión aún del tesoro; la joven, con la figura de aquel hermoso mancebo en el pensamiento tan fija, que no podía apartarla.
Al día siguiente esperaron a que fueran las doce de la noche, con gran ansiedad, dispuestas asimismo a repetir la ceremonia que habían visto, para lograr entrar en el subterráneo. Lo primero que hicieron fue recoger la cera derretida de los cirios de los enmascarados, y con ella hicieron una vela del largo de una vara, y discutieron después quién había de ser la que entrara, pues las dos lo solicitaban, alegando cada una sus cualidades; por fin, triunfó la joven, ya que tenía más agilidad para poder salir. La anciana encendió la vela y se puso a bailar alrededor de la losa, y con gran estupor vieron que la piedra se levantaba en el aire y dejaba el hueco suficiente para penetrar por él la nieta, que desapareció por las escaleras de nácar, mientras su abuela le recomendaba mucho que saliera en seguida.
Pasó un cuarto de hora, y la anciana, rendida, apenas podía ya bailar; sus movimientos cada vez eran más torpes y la vela se iba consumiendo. La pobre mujer veía con pavor que la losa empezaba a descender, y a grandes gritos, con angustia infinita, llamaba a su nieta para que saliera. La dulce voz de la joven se oyó desde dentro diciendo: «Aguárdeme usted un momento, que el joven me cuenta una historia, y quiero oírla».
La vela se había consumido ya casi por completo, y la vieja empezaba a quemarse la mano, y, aterrada, llamaba a la nieta para que saliera antes de que la losa terminara de caer, y por segunda vez contestó la nieta-. «Estoy recogiendo gran cantidad de brillantes, rubíes y oro, y en seguida subiré con ello».
Ardía ya el brazo de la abuela, mientras gritaba, enronquecida, llamando a la muchacha, y por tercera vez contestó: «¡Ahora subo!». Y empezaba a ascender por la escalera. Mas cuando faltaban los últimos peldaños, la losa acabó de caer, encajándose en el círculo del suelo y sepultando a la bella joven, que daba gritos de terror.
Tres días transcurrieron, y, extrañados los vecinos al no ver salir a ninguna de las dos mujeres, dieron parte a la justicia, que hubo de tirar la puerta para penetrar en la casa. Allí lo encontraron todo en orden, y la idea de muerte violenta fue desechada; pero las mujeres no aparecían. Al salir al patio, les llamó la atención un montón de ceniza que había junto a la piedra negra, y, examinándola, descubrieron que procedía de un ser humano, probablemente de la vieja, a quien los vecinos tenían por bruja. Nada aclaró el paradero de la joven, hasta que los habitantes de aquel barrio empezaron a oír unos angustiosos lamentos, que partían de aquel patio, y en ellos reconocieron la voz de la nieta. Acudieron allí en las noches siguientes y comprobaron que debajo de aquella piedra negra y brillante estaba sepultada la joven, que continuó lanzando sus lastimeros quejidos, llenando de compasión a los vecinos, que nada pudieron hacer por salvarla.
(Leyendas de España - Vicente García de Diego)
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