Fue la primera presa que se construyó para abastecer de agua de la sierra a la capital de España, a mediados del siglo XIX. Aún pueden verse las argollas a las que eran encadenados los reos que la levantaron. Lo que no se ve es agua embalsada, porque el río Lozoya se escapa a través del permeable terreno calcáreo. Eso tenían que haber hecho los presos: escaparse.
Por las cañerías de Madrid corre tanta historia, han sido tantas y tamañas las fatigas de quienes trabajaron para aplacar la sed de este poblachón manchego, como lo llamó Azorín, que cada vez que un madrileño abre el grifo del lavabo es como si descorchara un gran reserva. Los trabajos comenzaron en 1848, cuando Bravo Murillo, multiministro de Comercio, Instrucción y Obras Públicas, comisionó a dos ingenieros para que seleccionaran un proyecto para abastecer de líquido elemento a la cada vez más grande y mugrienta capital. “El Lozoya sería fetén”, dictaminaron al unísono, y aunque ahora nos parezca una obviedad como un castillo, en aquel entonces, acostumbrados como estaban a tomar el agua de los arroyos de las vecindades de la ciudad y transportarla a través de galerías subterráneas de no más de 12 kilómetros de longitud –viajes de agua, les decían–, la idea de canalizar esta lejana corriente serrana debió de sonar como a chiste de romanos.
Siete años tardaron en completarse los 76 kilómetros del canal del Lozoya; o de Isabel II, que tanto monta. Como lugar idóneo para hacer la captación y garantizar el suministro en cualquier época del año, al ingeniero de Caminos Lucio del Valle se le ocurrió construir un embalse cerca de la desembocadura del Lozoya en el Jarama, aprovechando el encajamiento del primero en las barras calizas de Patones. Tal es origen del Pontón de la Oliva, la más vieja presa de la región y la más triste. Dos mil reos bregaron desde 1851 hasta 1857 para erigir esta mole de piedra de 72 metros de longitud y 27 de altura, y todo para nada, pues al poco de inaugurarse, se descubrió que el río se filtraba por ignotas cavernas y pasaba de rositas bajo la ingente fábrica, vaciándose el embalse a ojos vistas. Tenía su lógica y su guasa: que en una presa hecha por presos hubiese fugas.
A cuatro kilómetros de Patones de Abajo, yendo hacia El Atazar, se desvía la carretera que lleva al pie de esta obra faraónica. Algo tiene el lugar, en verdad, de pirámide egipcia, con su muro escalonado de ciclópeos sillares, sus aliviaderos horadados en la roca viva a modo de pasadizos secretos y las voces de quienes atraviesan éstos proyectándose al exterior, con ecos fantasmales, a través de las monumentales casas de compuertas. Lo más impresionante del Pontón, sin embargo, es la pasarela volada que corre por la pared occidental del cañón, a una respetable altura sobre el lecho verde del embalse vacío. Caminando por ella se ven, cada pocos pasos, las argollas herrumbrosas a las que permanecían encadenados los siervos de la pena, y justo enfrente, al otro lado de la presa, los acantilados grisáceos y amarillentos de casi cien metros en los que prueban sus difíciles habilidades los escaladores, esos esclavos gustosos del vértigo y la adrenalina, compitiendo siempre con las chovas, a ver quién hace la pirueta más endiablada.
Al final de la pasarela, arranca una senda que permite remontar el tramo más sinuoso y recóndito del río Lozoya, el de los meandros que embarazan su curso entre el Pontón de la Oliva y la presa de la Parra, siete kilómetros aguas arriba. Cerca de dos horas lleva seguir su enrevesado cauce entre paredones verticales de roca caliza, primero, y agrias laderas de pizarra, después (y otro tanto volver por el mismo camino). Una soledad perfecta y un tremendo silencio, sólo interrumpido por la espantada del corzo o por la súbita ventolera que hace tremar el follaje del bosque de ribera, son los grandes alicientes de esta caminata. Una descripción completa de la misma, junto con un mapa, se hallará en la ruta 075 de www.excursionesysenderismo.com.
Cómo llegar. El Pontón de la Oliva se halla en Patones de Abajo, a 70 kilómetros de Madrid, y tiene su mejor acceso yendo por la autovía del Norte (A-1) hasta Venturada, por la N-320 hasta Torrelaguna, por la M-102 hasta Patones de Abajo y finalmente por la carretera de El Atazar (M-134). Desde Patones de Abajo hasta el Pontón, por esta última carretera, hay cuatro kilómetros. Comer y dormir. El Poleo (Patones; 918 432 101): restaurante de cocina creativa en el encantador hotel El Tiempo Perdido, ambos recomendables por igual; baratos, la verdad, no son. Las Eras (Patones; 918 432 126): pimientos del piquillo con atún, carnes a la brasa y tarta de cuajada, en un entorno rústico. Más información. Turismo de la Sierra Norte: 918 688 698.
El viajero digital
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