En la época de las comunidades, Toledo fue una de las ciudades en que los rebeldes habían tenido más éxitos en su labor proselitista. De allí era uno de los caudillos comuneros, Juan de Padilla, que tan tristemente iba a expiar después su fracaso, en unión de Bravo y Maldonado. En la Semana Santa del año 1521 los ánimos de los partidarios de las comunidades en la ciudad del Tajo recibieron una gran alegría con la llegada del obispo de Zamora, don Antonio de Acuña, que venía a ponerse a disposición de la Junta.
Entre los conjurados se extendió pronto el deseo de que don Antonio ocupase la silla arzobispal, vacante a la sazón. Pero el obispo de Zamora se negó enérgicamente a las insinuaciones de los que con él compartían su empresa política. Los comuneros, sin tener en cuenta la negativa, insistieron en estos deseos y tramaron realizar por la fuerza lo que no podían conseguir por otros medios.
Y así, el Miércoles Santo, cuando en la catedral se celebraba el Oficio de Tinieblas, una gran multitud irrumpió en el recinto sagrado llevando a viva fuerza al obispo Acuña, a quien, a pesar de su resistencia, habían tomado de su casa y llevado hasta la puerta de la catedral. Una vez entraron en ella, hicieron que el obispo se sentara en la silla arzobispal, siendo aclamado por todos. Los canónigos se retiraron, el oficio se suspendió. En vez de los trenos solemnes del Miserere, se oían las exclamaciones de los hombres armados y de sus partidarios del pueblo. Después volvieron a coger en hombros al obispo y lo llevaron triunfalmente a su casa.
Poco iba a durar la alegría de los comuneros. En aquel mismo año la rota de Villalar terminó con la rebelión. Pagaron con la vida los caudillos, y la resistencia duró poco más. Dos años después don Antonio de Acuña era ahorcado en Simancas. Acallada la guerra interior, los pueblos y ciudades de España tornaron a la vida normal. Así también Toledo, olvidados ya los días de exaltación y lucha.
Un Miércoles Santo se habían celebrado los Oficios de Tinieblas en la catedral, esos oficios que tan tumultuosamente se interrumpieran tres años antes. Salieron los clérigos y las puertas de la catedral se cerraron. En uno de los bancos había quedado un hombre, un viajero que, fatigado, sin duda, por el largo camino recorrido, no había podido resistir el cansancio. Se despertó y se quedó sorprendido al verse solo. Se incorporó y se dirigió a la salida. Pero antes de llegar a la puerta, se paró; había oído un rumor como de gente que caminara despacio. Esperó, oculto tras una columna. Mas tuvo que hacer terribles esfuerzos para no gritar de espanto: por el fondo de la nave veía llegar una procesión terrible. Venía al frente de ella un esqueleto revestido de obispo, con una mitra ensangrentada en la cabeza. A continuación dos grandes hileras de esqueletos, cubiertos de ropas medio podridas, le seguían. Llevaban en sus descarnadas manos unas antorchas que despedían una extraña luz, y en cada altar se detenían para arrodillarse. Y parecía oírse un cántico que sordamente repetía las notas del Miserere, con una angustia y un dolor sobrenaturales. Después de recorrer la catedral, se dirigieron hacia la cripta. El viajero no pudo ver más, cayó desvanecido.
A la mañana siguiente fue despertado por los sacristanes que abrieron las puertas del templo. Balbuceando, como enloquecido, contó lo que había visto. Y habiendo pedido confesión, expiró a los tres días.
Todos comprendieron que la procesión de los espectros era una penitencia impuesta por Dios al obispo Acuña y a quienes, por pasiones políticas, violaron el sagrado recinto en el día solemne en que se conmemora la pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Y en el pueblo quedó el recuerdo de esta visión con el nombre de la penitencia del obispo Acuña.
Entre los conjurados se extendió pronto el deseo de que don Antonio ocupase la silla arzobispal, vacante a la sazón. Pero el obispo de Zamora se negó enérgicamente a las insinuaciones de los que con él compartían su empresa política. Los comuneros, sin tener en cuenta la negativa, insistieron en estos deseos y tramaron realizar por la fuerza lo que no podían conseguir por otros medios.
Y así, el Miércoles Santo, cuando en la catedral se celebraba el Oficio de Tinieblas, una gran multitud irrumpió en el recinto sagrado llevando a viva fuerza al obispo Acuña, a quien, a pesar de su resistencia, habían tomado de su casa y llevado hasta la puerta de la catedral. Una vez entraron en ella, hicieron que el obispo se sentara en la silla arzobispal, siendo aclamado por todos. Los canónigos se retiraron, el oficio se suspendió. En vez de los trenos solemnes del Miserere, se oían las exclamaciones de los hombres armados y de sus partidarios del pueblo. Después volvieron a coger en hombros al obispo y lo llevaron triunfalmente a su casa.
Poco iba a durar la alegría de los comuneros. En aquel mismo año la rota de Villalar terminó con la rebelión. Pagaron con la vida los caudillos, y la resistencia duró poco más. Dos años después don Antonio de Acuña era ahorcado en Simancas. Acallada la guerra interior, los pueblos y ciudades de España tornaron a la vida normal. Así también Toledo, olvidados ya los días de exaltación y lucha.
Un Miércoles Santo se habían celebrado los Oficios de Tinieblas en la catedral, esos oficios que tan tumultuosamente se interrumpieran tres años antes. Salieron los clérigos y las puertas de la catedral se cerraron. En uno de los bancos había quedado un hombre, un viajero que, fatigado, sin duda, por el largo camino recorrido, no había podido resistir el cansancio. Se despertó y se quedó sorprendido al verse solo. Se incorporó y se dirigió a la salida. Pero antes de llegar a la puerta, se paró; había oído un rumor como de gente que caminara despacio. Esperó, oculto tras una columna. Mas tuvo que hacer terribles esfuerzos para no gritar de espanto: por el fondo de la nave veía llegar una procesión terrible. Venía al frente de ella un esqueleto revestido de obispo, con una mitra ensangrentada en la cabeza. A continuación dos grandes hileras de esqueletos, cubiertos de ropas medio podridas, le seguían. Llevaban en sus descarnadas manos unas antorchas que despedían una extraña luz, y en cada altar se detenían para arrodillarse. Y parecía oírse un cántico que sordamente repetía las notas del Miserere, con una angustia y un dolor sobrenaturales. Después de recorrer la catedral, se dirigieron hacia la cripta. El viajero no pudo ver más, cayó desvanecido.
A la mañana siguiente fue despertado por los sacristanes que abrieron las puertas del templo. Balbuceando, como enloquecido, contó lo que había visto. Y habiendo pedido confesión, expiró a los tres días.
Todos comprendieron que la procesión de los espectros era una penitencia impuesta por Dios al obispo Acuña y a quienes, por pasiones políticas, violaron el sagrado recinto en el día solemne en que se conmemora la pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Y en el pueblo quedó el recuerdo de esta visión con el nombre de la penitencia del obispo Acuña.
(Vicente García de Diego)
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