Solían hacer tu aparición en las corridas de los pueblos, donde las contrataban como espectáculo burlesco y curioso. Pero alli entre bromas y veras terminaban haciéndose con el oficio y llegó a existir incluso una popular cuadrilla completa que tras cosechar clamorosos éxitos en España saltó el charco, a conquistar América.
Al principio usaban faldas cortas, acompañadas de un discreto delantal como las extremeñas, pero cada vez que un torete las revolcaba y mostraban ciertas cosas que ocultas deben estar, se armaban tales broncas entre el mocerío que hubo que terminar obligándolas a usar pantalones, vistiendo desde entonces traje ds luces como los hombres, si bien con ostentación, quizás un tanto excesiva, de sus naturales protuberancias difíciles de ocultar con un traje tan ceñido.
Más tarde los escándalos llegaron s tal punto que las autoridades prohibieron su actuación, no permitiéndose a partir de entonces a la mujer trabajar en los ruedos más que como rejoneadora de a caballo. La primeras señoritas toreras que aparecieron en Madrid se entrenaban con unos novillos enanos, de cabeza gorda, que resultaron demasiado bravos.
De señoritas no tenían nada y algunas, como la Martina pasaban ya la barrera de los cuarenta. Todas ellas habían pasado antes mucha hambre y no se dejaban condicionar por la obligación de mantenerse en buena forma física, lo que consideraban «pelillos a la mar», y antes de la corrída, para animarse, se metían entre pecho y espalda un buen cocido madrileño y su frasca de tintorro.
Y así, no pocas, además de mayorcitas, estaban bien metidas en carnes. Se presentaban triunfadoras en la plaza, orondas y espléndidas, a menudo reafirmando su imagen con la colilla de un buen cigarro en la comisura de los labios.
Lo que mejor solía dárseles era la suerte de banderillas, donde la Pagés y la Carmona no tenían rival. En el arte de matar sobresalieron la Lolita, la Raba y otras.
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