Cuentan, mis queridos paisanos, que cuando los moros visitaban más de lo conveniente nuestro país había, en Calpe, un buen señor cura, aunque infeliz. Celoso cumplidor de su tarea, todos los domingos, en la misa mayor, explicaba el Santo Evangelio a sus feligreses, acabando el sermón con la misma encomienda: «Mirad, hijos míos —decía—, si por desgracia Dios permitiera que tuvierais la mala suerte de que los moros os capturasen, no flaqueéis en la Fe de Nuestro Señor Jesucristo, que las mazmorras no os asusten: ¡Antes la muerte que renegar!, pues más vale ser mártir e ir al cielo, que vivir y después condenarse. ¡Antes la muerte que renegar!».
Este no era solo el final de los sermones evangélicos, sino que también lo era en los sermones de las fiestas y hasta en las conversaciones personales.
Tan querido era el señor cura en el pueblo, sin distinción de clases, que por todos era obsequiado, especialmente por los más acomodados, quienes no hacían cacería o paella a la que no le invitasen. Por eso, no le extrañó al cura que un día le dijeran aquellos ricos: «Señor cura, madrugue mañana y diga la misa de cazadores para irnos de pesca al peñón de Ifach, de buena mañana, y así tener tiempo para coger erizos que, como ya han comenzado las calmas de enero, ahora se cogen de los más grandes, así que no se olvide de su navaja». Contento como una Pascua, prometió hacer lo que le pedían, así como acompañarlos, lejos de pensar la encerrona que le tenían preparada.
Aún no había rompido el alba cuando, por uno recitada la misa y por otros atendida, se embarcaron el señor cura y sus compañeros, poniendo proa a la punta de Ifach. En la conversación con la que se entretenían, se le ocurrió a uno decir: «¡Ojo, que si detrás del peñón hubiera alguna barca de piratas…!». Presuroso dijo el cura: «Ya sabéis, hijos míos, lo que siempre os digo: “¡Antes la muerte que renegar!”; pero dejaos de historias y no nombréis a los moros… No hacen falta».
Apenas la barca de los calpinos había traspasado la punta del peñón cuando, con gran sobresalto, vieron que uno por babor y otro por estribor, dos botes cargados de moros, armados con trabucos y alfanjes, venían hacia ellos armando un gran griterío. «¡Estamos perdidos!» decían unos; otros: «¡Nos matarán!»; había quien se encomendaba al Santo Cristo o a la Purísima. Todos suplicaban menos el cura quien, medio encogido y más muerto que vivo, callaba por no quedarle ni voz… Terrible fue el momento en que, abordados ya, un robusto moro, cogiendo por el hombro al cura, levantó su alfanje con ademán de degollarlo. Cruzadas las manos y medio arrodillado el cura, con voz angustiada, dijo: «Señor moro, no me mate, que yo renegaré».
La carcajada que soltaron todos, moros y cristianos, fue la que le devolvió el alma al bendito cuerpo del cura quien reconoció, bajo la vestimenta mahometana y barbas postizas, a sus feligreses.
De más está decir que jamás en su vida volvió a decir: «¡Antes la muerte que renegar!».
Tal suceso es el origen de la frase que, con frecuencia, en la conversación y cuando la oportunidad lo requiere, se alude tal que así: «Como el cura de Calpe: “Señor moro, no me mate, que yo renegaré”.
Sendas y Leyendas
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