viernes, 18 de diciembre de 2009

El Cojo de Calanda


Una leyenda piadosa nos remite a un vecino del pueblo turolense de Calanda, Miguel Juan Pellicer Blasco, nacido en 1617, que a los veinte años de edad fue atropellado por el carro en el que llevaba trigo al molino y perdió una pierna. Desde entonces se ganó la vida pidiendo limosna a las puertas de la basílica del Pilar, en Zaragoza. En 1640, Miguel Juan regresó a su pueblo natal y a las tres semanas, el día de Jueves Santo, sus padres descubrieron, mientras dormía, que tenía dos piernas.

Cuando despertó contó que había soñado que entraba en la basílica del Pilar y se untaba aceite en el muñón de la pierna mutilada. La Virgen había obrado un milagro.

Al principio, el joven cojeó, pues la pierna estaba entumecida, pero a las pocas horas comenzó a andar con ella normalmente. Cuatro días después, un notario, Miguel Andreu, a instancias del párroco, Marco Seguir, levanta acta del suceso que rápidamente fue pregonado de milagro por la comarca y por el resto del país.
La autoridad eclesiástica dispuso un informe procesal en el que testificaron diversas personas, entre ellas el cirujano que había amputado la pierna. La fama del caso llegó a la corte y el joven de Calanda marchó a Madrid porque el rey Felipe IV, gran aficionado a los milagros, quería conocerlo.

Modernos investigadores sospechan que todo el asunto fue un montaje y que en realidad el cojo de Calanda era uno de los muchos mutilados fingidos que pululaban por la España pícara de la época. Algunos tenían la habilidad de plegar la pierna y atársela a la cintura de manera que la rodilla pareciera muñón mutilado. Si el cojo de Calanda fue uno de ellos hay que pensar que engañó muy bien a sus devotos. De lo contrario habrá quecreer que el Altísimo, cuyos designios son, como se sabe, inescrutables, realizó el milagro de resucitarle la pierna, lo que, bien mirado, no resulta tan asombroso pues las vidas de los santos están llenas de resurrecciones de muertos y de muchos otros prodigios.

(según Juan Eslava Galán en España insólita y misteriosa)

La Tragantía (Cazorla, Jaén)


Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron los angostos puertos del Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla que iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de los cristianos.

Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura.

Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dejarían tras de sus caballos un rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos.

El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales como en un sueño.
Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.

Cuando el rey de Cazorla atravesó a galope tendido el ruidoso puente de madera, seguido de media docena de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no. El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que tienen las mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el cuello del rey y lo derribó sobre los maderos. La punta le salía, roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió del herbazal de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano del cadáver.

Lo cristianos no devastaron el valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus ávidos colonos traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres canciones a las eras.

En el húmedo subterráneo había varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había lápidas con inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la roca un goteo quería remedar a una fuente. Con siglos de paciencia había labrado un pozuelo en la losa del suelo.

La tinieblas del subterráneo no toleraban noches ni días. Con un misericordioso candil en la mano vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de angustia cada vez que creía escuchar un ruido.

A la zozobra de las primeras horas sucedió la resignada paz de la prisionera y luego su desesperación y su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado de ella. Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y allá fuera el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz se dispuso a morir debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió, o creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por atroces pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le produjo asco y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía y no se movía del lecho. Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la adolescente redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a los pilares que sostenían el techo.

Así fue como la desdichada princesa se transformó en Tragantía. En la noche de San Juan la Tragantía canta con dulcísima voz:

Yo soy la Tragantía
hija del rey moro,
el que me oiga cantar
no verá la luz del día
ni la noche de San Juan.

Si un niño escucha esta canción, el monstruo lo devora. Por eso la gente menuda procura irse a la cama y estar dormida muy temprano.

En una torre del castillo de Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que nadie se ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey de Cazorla ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le llaman de la Tragantía y a una solitaria cueva que está en el camino, de Montesino.

Escrita por Juan Eslava Galán
Texto extraído de su libro "Leyendas de los castillos de Jaén"

La boda de Montero



El pueblo de Montero, enclavado en las estribaciones de la sierra desde Almarza al Vadillo, tenía una fértil dehesa. Era corto el número de sus habitantes y vivían en gran armonía.

Una vez celebrábase una boda entre dos jóvenes de las familias más acomodadas, y como el contento por ambas partes era grande quisieron que todos los vecinos asistiesen a la boda. Todos, sin embargo, no podían asistir; uno al menos había de quedarse guardando el ganado del pueblo. No parecía que debía sacrificarse a un joven, que era natural disfrutase con la fiesta y el baile. Así, se pensó en una buena anciana necesitada, a la que se ofreció una paga por el servicio, que ella aceptó con gusto.

Tras la ceremonia tenían que dar un gran banquete, y para guisar la comida sacaron el agua de un pozo; mas dio la fatal coincidencia de que en él vivía una salamandra acuática, y de tal modo había envenenado sus aguas, que todos los que tomaron la comida hecha con ellas murieron; así, pues, perecieron todos los habitantes del pueblo de Montero.

Es decir, todos no; sobrevivió la vieja que estaba guardando el ganado, y que pasó a ser propietaria de la dehesa vecinal y del ganado de todos los vecinos.

No se atrevió, como es natural, a permanecer en las casas del desventurado pueblo de Montero, y se fue al cercano de Arévalo, a cuyos habitantes regaló la rica dehesa y el ganado. Pronto la inspiración popular imaginó el siguiente cantar:

Por una salamanquesa
se ha despoblado Montero.
¡Ojalá se despoblasen
Cerveriza y Gallinero!

que perpetúa el hecho y demuestra la codicia de los aldeanos, ya que los dos pueblos en él citados tienen también riquísimas dehesas.