domingo, 29 de abril de 2012

La noche que mataron a don Suero

En Marzo de 2008 publiqué la historia del “paso honroso” que don Suero de Quiñónes y sus compañeros protagonizaron en Puente de Orbigo.

Muchos años más tarde de la hazaña que entonces os relataba, empezaron a repicar en la historia leonesa las campanadas de la alevosa muerte de don Suero de Quiñones. Quedaba ya muy lejano el palenque del Puente y lo que no ocurrió entonces de un modo gallardo sucedió sombríamente el 11 de Julio de 1458. Las voces de muerte sonaron aquella noche, en la gran campera que se extiende entre Barcial de la Loma y Castroverde, hoy villas de Valladolid y Zamora, respectivamente, mucho más allá de Laguna de Negrillos, donde los Quiñones tenían un castillo construido a finales del siglo XIII.


Don Suero de Quiñónes fue a morir de un modo alevoso, siendo todavía hombre fuerte aunque cano, a manos de la mala fe, en la oscuridad de la noche.


Los antecedentes del hecho has que buscarlos mucho tiempo atrás, en el mes de julio de 1434. La casa de don Alvaro de Luna, el poderoso Condestable, conoció la presencia del joven caballero don Suero de Quiñones. Allí se había criado de muchacho y supo de todo su ambiente, donde las justas y torneos, las fiestas y otras alegrías de lujo formaban parte integrante del aparato palatino. Así nació la gallardía romántica y aventurera de su juventud y allí fue, precisamente, donde se abrazaron dos historias encontradas. Cuéntase que la noche que mataron a don Suero apareció en escena don Gutierre de Quijada. Este personaje se titulaba señor de Villagarcía de Campos. Había vivido y peleado junto a don Suero en tierras de Andalucía donde ya le nació la hostilidad, o por mejor decir la rivalidad hacia su compañero de armas.


De don Gutierre de Quijada se dice también que fue antecesor del mayordomo del rey Carlos I, el coronel don Luis de Quijada, el tutor de «Jeromín» (don Juan de Austria, el de Lepanto), que asimismo vivió en Villagarcía.


Llegó la noche del 11 de julio de 1458. La noche que mataron a don Suero de Quiñones, el célebre caballero leonés Don Gutierre de Quijada había intentado cometer anteriormente tal villanía, primero en Laguna de Negrillos, luego en Santa Elena deJamuz... y no lo consiguió. Por fin supo que don Suero se dirigía hacia Tordesillas. Fue el momento propicio después de tan largos años de espera.


En aquel despoblado lleno de nocturnidad, el Quijada y los suyos le salieron al encuentro. El cuerpo de don Suero, roto a cuchilladas se derrumbó al suelo. Allí quedó, cara al cielo, el famoso leonés del «Paso Honroso». Tenía 52 años.


(Resumen de "Tradiciones leonesas" de Máximo Cayón Waldaliso)

Clara del Rey

Clara del Rey (1765-1808) fue una heroína madrileña, muerta durante los sucesos del 2 de mayo de 1808, en el Parque de Artillería de Monteleón. Había nacido el 11 de agosto de 1765 en Villalón de Campos (Valladolid), hija de Manuel del Rey y de Teresa Calvo.


Estuvo animando y ayudando a los defensores junto a su marido y tres hijos. Parece ser que murió por la metralla de una bala de cañón que le alcanzó en la frente. Clara del Rey figura entre las víctimas del 2 de mayo identificadas en el Archivo Municipal de Madrid, donde consta que "deja dos hijos solteros", por lo que es de suponer que en el Parque de artillería Monteleón también murieron su marido y uno de sus hijos.


Fue enterrada en el cementerio de la Buena Dicha, situado en el hospital del mismo nombre, hoy en día desaparecido y que estaba ubicado en las proximidades de la Gran Vía de Madrid, entre las calles Libreros y Silva. En la fachada de la iglesia de la Buena Dicha (C/Silva,25) tiene Clara del Rey una lápida conmemorativa. Madrid dedicó a su memoria una calle.

Itzaro

En la bahía de Bermeo a Ogoño, acostado sobre el mar azul, como un viejo monstruo dormido, se alza el solitario islote de Itzaro. Miles de gaviotas tienen allí el nido. Restos de construcciones, una escalera tallada en la roca, alguna gruta aislada, y, sobre todo, la leyenda, parecen decirnos que alguna vez fue habitado. Y dicen las viejas que los habitantes fueron unos monjes blancos, que allí, de cara al mar, con el espíritu exaltado en la contemplación infinita, fueron entregando, uno a uno, sus almas, santificadas por la penitencia y la oración, a los brazos acogedores del Señor.
Pero hubo uno, allá por los siglos IX o X, que, refugiado en aquel lugar, por huir de un amor imposible, encontró la muerte sin haber pronunciado votos y sin que las exhortaciones de los santos compañeros y del mismo abad hubieran podido apartarle de su voluntario y trágico destino.
Y cuentan que fue así:
Una noche de invierno, oscura, con las olas encrespadas por el huracán, el hermano portero, que se ocupaba de recibir las provisiones que los bermeanos caritativos enviaban al cenobio, creyó distinguir, entre el ruido del mar chocando contra el acantilado, gritos de auxilio. Bajó la escalerilla que conducía al embarcadero, y encontró a un hombre agonizante, heridas las manos al asirse para buscar apoyo en las rocas, rotos sus vestidos, aterido de frío, con un golpe en el cráneo, magullado por el choque con las peñas.
Dio aviso el buen hermano, y toda la comunidad bajó en su ayuda. Le cuidaron, le curaron y, sobre todo, dieron asilo al cuerpo y serenidad al alma. Él contó su historia: el amor imposible por una mujer. El desafío con el hermano de ella, terminado en la muerte. La huida en la noche, con el temporal propicio; la rotura del bote y los remos, y su caída brutal contra las rocas. Los frailes, compadecidos, trataron de hacerle olvidar el triste pasado. Allí, mirando el cielo, la penitencia y la soledad le harían ir expiando poco a poco sus culpas.
Y pasaron los meses. Una mañana, al recoger las limosnas que mandaban los cristianos vecinos, venía una mujer en el bote, enlutada, cubierta con un tupido manto. El nuevo acogido bajó a ayudar al portero, y la mujer descubrió el rostro. Todos sus buenos propósitos se vinieron al suelo; se acercó a ella y le propuso volver a verse. Quedaron en que todas las noches ella pasearía por la playa más próxima, con una luz en la mano. Y él llegaría nadando.
Así fue. En cuanto la última luz del crepúsculo desaparecía, él bajaba; se despojaba del hábito, que por caridad le habían proporcionado los frailes, sin tener derecho ninguno a vestirlo, y se lanzaba al mar. En la orilla, la luz parpadeante de la nueva Hero lo atraía al horrible abismo.
Durante muchos meses las entrevistas se repitieron. Pero un día alguien siguió a la mujer. La descubrieron en la playa y la atravesaron con la espada vengadora. De su mano, rígida por la muerte, arrancaron la linterna. Y el hombre llegó, ciego, a caer fatalmente en su destino. Allí mismo fue asesinado. Los dos cadáveres fueron arrojados al mar con una piedra al cuello.
Los monjes blancos, horrorizados, fueron a otro lugar más apacible. Pero aún se oyen, en las noches tormentosas del Cantábrico, los lamentos quejumbrosos de las dos almas en pena, atormentadas por los remordimientos, por su amor imposible, trocado en odio, y el engaño vergonzoso de su conversión.
Y dicen que es cierto y que a veces se ven sus figuras ahogadas, errantes en el mar.




(LEYENDAS DE ESPAÑA de Vicente García de Diego)