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domingo, 24 de diciembre de 2017

El pastor encarcelado

Un pastorcillo castellano, llamado Hernando, habiéndose quedado sin trabajo, emigró a Portugal, a ganarse la vida. Allí entró al servicio de un rico ganadero, que le encargó de apacentar rebaños en la campiña de Villaviciosa, abundante en pastos. Mientras sus ganados pacían, él se subió a lo alto de una loma, en la que había una pequeña ermita; penetró en ella, y quedó apenado ante una preciosa imagen de la Santísima Virgen, olvidada, cubierta de polvo y sin el menor vestigio de culto. El pastor la limpió como pudo y, postrándose ante ella, oró fervientemente; después recogió en el campo unas florecillas silvestres y las puso a los pies de la imagen, cuidando desde aquel día que ya no le faltaran. Ni una sola mañana dejó de visitar a su Madre el devoto pastor y constantemente lucía ante el altar una lamparilla de aceite que alimentaba con la ración que le daban para su comida.
Pasó el tiempo y seguía yendo a diario a la ermita, sin que jamás encontrara a nadie rezando ante la imagen. Llegó a sentirla tan suya, que, teniendo que volver a España, no podía admitir la idea de separarse de aquella Virgen y dejarla en el abandono y soledad en que la encontrara. Un vivísimo deseo de llevársela se apoderó de él, y dudando que pudiera ser un robo, pedía a la santa imagen que iluminara su razón y le manifestara su soberana voluntad, que él acataría.
Llegó el último día de su estancia en Portugal; fuese a la ermita, y allí imploró de nuevo que le inspirase lo que debiera hacer. Terminados sus rezos, sintió una firme decisión de no dejarla entre aquellos tibios creyentes que la habían olvidado, y llevársela con él, para adorarla hasta el último día de su vida. De pronto, como impulsado por una fuerza superior, se levantó, tomó la imagen en sus brazos y guardándola con todo cuidado en el zurrón, salió de la ermita y, una vez se hubo despedido de su amo, se encaminó a España, radiante de gozo. Al pisar el suelo de su patria, sacó la pequeña imagen de su zurrón, y, de rodillas ante ella, le suplicó que guiara sus pasos al lugar preferido para su culto. El pastor echó a andar sin rumbo fijo. Dejándose guiar por la voluntad divina, caminó varios días y varias noches, hasta que llegó a un paraje muy abrupto de la provincia de Córdoba, y en unas montañas llamadas las Gamonesas vio un árbol muy grueso y hueco, que presentaba como una rústica hornacina bajo el dosel de sus frondosas ramas. En el acto abrió su zurrón y, sacando la imagen, la colocó en el hueco del árbol, que parecía hecho a su medida, y después de pedir su protección para no alejarse de ella, fue a buscar empleo en las cercanías. Se ajustó de vaquero en un cortijo próximo, y, guiando el ganado, podía llegarse todos los días a pasar un rato en fervoroso coloquio con la reina del cielo.
Pasado un año, un vecino de Villaviciosa entró, por curiosidad, en la ermita y echó de menos la imagen. Dio parte a las autoridades, y como se comentara el hecho entre los vecinos del pueblo, pronto se supo, por el rico ganadero, que su criado español tenía mucha devoción a la Virgen, y todas las sospechas recayeron sobre él. Se le persiguió, hasta encontrarle en las Gamonesas, arrodillado, adorando a la santa imagen, como tenía por costumbre. Después de maltratarle y sujetar sus manos con cadenas, le llevaron a Portugal, juntamente con la imagen, y allí fue condenado a muerte por robo sacrilego. Se le encerró en un lóbrego calabozo, y el pastorcillo invocaba sin cesar la protección de su Madre Santísima. Escuchó el fallo de la sentencia serenamente, ya que de nada le acusaba su conciencia, y siguió orando y aceptando los altos designios de Dios.
Pocas horas faltaban para la ejecución, y el pastor se sintió invadido de un profundo sueño, que no podía vencer, a pesar de sus esfuerzos por aprovechar sus últimos momentos. Al fin le rindió el sueño, y cuando despertó de su letargo se encontró libre de cadenas; en vez de la oscura prisión, veía las montañas cordobesas, sobre él las ramas del frondoso árbol, y a su lado la imagen querida. Loco de gozo, daba gracias por su libertad, mientras derramaba lágrimas de emoción.
Mientras, en Portugal, llegado el momento de ser conducido a la horca, los carceleros abrieron los fuertes cerrojos de la celda y quedaron perplejos al encontrarla vacía. La noticia se divulgó por el pueblo en unos momentos, y el párroco vio, alarmado, que la santa imagen también había desaparecido.
Se pensó que era un hechicero que usaba de sus malas artes y de nuevo se había apoderado de la imagen, y se le buscó, con la orden de matarle donde se le encontrara. Los portugueses se encaminaron lo primero a las Gamonesas, y allí le encontraron bajo el mismo árbol, en adoración ante la Santísima Madre. Con furia se echaron sobre él y le golpearon y prendieron. Entre insultos y golpes, que él sufría pacientemente, le hicieron caminar varias jornadas. Rendidos del camino, se echaron todos a dormir, y con gran sorpresa vieron, al despertar, que estaban junto al árbol del que habían partido hacía varios días. De la emoción, todos quedaron mudos, meditando el prodigio que habían presenciado. Pasadas unas horas, uno de ellos pudo recobrar el uso de la palabra y propuso a sus compañeros postrarse ante la santa imagen a pedir perdón y reconocer el mandato divino de ser allí adorada y reverenciada.
Se despojaron de cuanto dinero y objetos de valor llevaban y se lo entregaron a Hernando, para que allí mismo edificase una ermita donde se rindiera culto a la milagrosa imagen.
Hernando les perdonó de corazón, y al verse libre junto a la Santísima Virgen, cayó desvanecido.
Al tenerse noticia del suceso en Córdoba, se le erigió un magnífico santuario, donde fue venerada esta santa imagen con gran devoción, nombrándola su patrona y abogada, y se formó una Cofradía de Nuestra Señora de Villaviciosa, aprobada por Clemente VIII, en 1528.
El pastor se consagró en vida a adorar la prodigiosa imagen y vivió junto a ella hasta su muerte.

(Vicente García de Diego)

sábado, 22 de julio de 2017

La cabeza de Borrell II - Barcelona

Corrían los postreros años del siglo x. En Barcelona reinaba el cuarto conde soberano, Borrell II. En ese tiempo, el poderío del islam había crecido, impulsado por la temida espada de Almanzor, el caudillo de Hixem II. Al frente de sus caballeros salió el conde Borrell, dispuesto a atacar el castillo de Gante. Mas en su ausencia, Almanzor cercó con un escogido y numeroso ejército a Barcelona. Al frente de los sitiados estaba sola la esposa de Borrell, Ludgarda, a la que todo el pueblo adoraba por su bondad y belleza.
El cerco de los árabes se había ido estrechando, hasta colocar sus centinelas avanzados en el mismo muro. Los defensores desesperaban de poder resistir si no regresaba el conde Borrell con sus quinientos caballeros. Las atalayas espiaban, incansables, el horizonte, para anunciar la llegada de los caballeros; mas todo era en vano. La condesa permanecía horas y horas en los baluartes, y, cansada y rendida de angustia, volvía al palacio para intentar un descanso que nunca conseguía.
Al fin, una madrugada las trompas de los escuchas dieron el grito de alerta. Corrieron todos a las murallas, Ludgarda la primera, y divisaron una nube de polvo que surgía, en la luz indecisa del amanecer, de uno de los caminos que venían hacia la ciudad. «¡Ya llegan!», era el grito de júbilo que conmovía a todos los corazones. Mas cuando el conde Borrell con sus quinientos caballeros llegaban cerca de las murallas, los sorprendieron los moros, que se habían emboscado. Y se trabó un combate, que los defensores de Barcelona presenciaban horrorizados desde las murallas.
Al fin cesó el fragor de las armas. Se preparaban los sitiados a defenderse contra el asalto, cuando de pronto un silbido rasgó el aire, y a los pies de la condesa cayó, atravesada por una ballesta, la cabeza de Borrell II. Horrible fue la congoja de la desgraciada dama al ver el sangriento despojo. Mas aún hubieron de ver llegar por el aire, una a una, las cabezas de los quinientos caballeros. Llenos de ira, los barceloneses lanzáronse contra los moros; mas su esfuerzo fue inútil: perecieron todos, y la ciudad vio ondear sobre sus murallas el pendón del caudillo infiel Almanzor.

(Vicente García de Diego)

viernes, 21 de julio de 2017

La dos estatuas discretas - Granada

Hace tiempo vivía en la Alhambra un hombrecito muy divertido, llamado Lope Sánchez, que trabajaba en los jardines. Todo el día cantaba y era el alma y la vida de la fortaleza. Al cesar en el trabajo, se sentaba en un banco de piedra de la explanada y al son de la guitarra se ponía a cantar largos romances.
Una noche de San Juan, los habitantes de la Alhambra, hombres, mujeres y niños, subieron a la montaña del Sol, que se eleva detrás del Generalife, a celebrar la verbena. Era una noche de luna, y todas las montañas parecían de un verde plateado. En el punto más elevado de la montaña encendieron una hoguera, según costumbre heredada de los moros.
Transcurría la noche alegremente, y Lope Sánchez no daba punto de reposo a su guitarra. Mientras duraba el baile, Sanchica, hija del guitarrista, y unas amigas, se apartaron a dar una vuelta por las ruinas de un antiguo castillo moro, y la primera acertó a encontrar una escultura de azabache curiosamente tallada: era una manita cerrada, con el pulgar muy aplastado contra los demás dedos. Loca de alegría, corrió al lado de su madre con el hallazgo, que fue objeto de vivos comentarios y despertó desconfianza en algunos supersticiosos. En estas discusiones, se acercó un soldado que había servido en África, y, después de examinar la mano, dijo: «Eso es de una gran virtud contra el mal de ojo y toda clase de hechizos. Te felicito, amigo Lope; eso traerá buena suerte a tu chica».
Al oír esto, la mujer de Lope Sánchez ató la manita de azabache a una cinta y la colgó del cuello de su hija.
La vista del talismán trajo la conversación sobre las supersticiones más difundidas acerca de los moros, y una anciana contó una larga historia del palacio subterráneo del interior de aquella montaña, donde Boabdil y su corte se dice viven encantados. «Entre aquellas ruinas -dijo, señalando a un punto lejano de la montaña donde se veían algunos vestigios de muralla y montones de tierra- hay un agujero negro, muy hondo, que baja hasta el centro mismo de la montaña.»
Sanchica escuchó el relato con gran atención, y, como era muy curiosa, sintió anhelos de asomarse al pozo. Se apartó con disimulo de sus compañeros y fuese a las ruinas, y después de dar muchas vueltas, se encontró ante una cavidad muy profunda. En el centro de aquella cavidad se abría la boca del pozo. Sanchica acercóse al borde, para mirar dentro; arrimó una gran piedra, haciéndola rodar, y la empujó al fondo. Durante algún tiempo estuvo cayendo en silencio; luego chocó contra alguna roca saliente y fue rebotando de un lado a otro, produciendo en su caída un ruido de trueno, hasta que llegó al agua y todo quedó en silencio.
Pero el silencio no duró mucho. Como si algo se hubiera despertado en aquel abismo, empezó a subir un rumor cada vez más fuerte, como de colmena. El ruido crecía y crecía, mezclado con un sordo chocar de armas y toques de corneta, como si un ejército se aprestara para la batalla bajo aquella montaña.
La muchacha se retiró, horrorizada, y volvió al lugar donde había dejado a sus padres y a sus compañeras. Todos se habían marchado y la hoguera estaba apagada. Las fogatas encendidas en las montañas y en la Vega estaban extinguidas. Sanchica gritó, llamando a sus padres, y como nadie le contestara, emprendió la bajada hacia los jardines del Generalife, hasta llegar a la alameda que conduce a la Alhambra, donde se sentó para tomar aliento. La campana de la torre de la Alhambra desgranó las doce. Todo parecía tranquilo; cuando, de repente, vio aparecer a lo lejos una cabalgata de guerreros moros que bajaban por la vertiente de la montaña. Unos iban armados con lanzas y otros con cimitarras y mazas de guerra. Los caballos cabriolaban orgullosos y los jinetes tenían una palidez mortal. Entre ellos cabalgaba una hermosa dama con una corona.
Seguía una comitiva de cortesanos magníficamente ataviados con ropajes y turbantes de diversos colores. En medio cabalgaba el rey Boabdil el Chico, con su manto real cuajado de rica pedrería y una corona que resplandecía de brillantes. Sanchica lo reconoció en su barba rubia y en su semejanza con el retrato tantas veces contemplado en la galería de cuadros del Generalife. Se quedó embelesada ante la regia cabalgata.
Cuando hubieron pasado los últimos caballeros, levantóse para seguirlos. Entró la cabalgata por la gran puerta de la Justicia, que estaba abierta de par en par.
Sanchica Jos hubiera seguido, de no haber visto una entrada en el suelo que abría un paso bajo los cimientos de la torre. Metióse por allí y se animó a seguir adelante al hallar una escalera labrada en la roca y un pasadizo abovedado alumbrado de trecho en trecho por una lámpara. Llegó, por fin, a un gran salón construido en el centro de la montaña, magníficamente amueblado al estilo morisco. Sentado en un diván había un viejo moro dormido, y a poca distancia una hermosa dama. Tañía una lira de plata, y Sanchica recordó la historia de una princesa cristiana encerrada en el centro de la montaña por un mago árabe a quien mantenía dormido por arte de magia con el encanto de la música.
La dama, al ver a una persona en el salón, dejó de tañer y le preguntó si aquella noche era la verbena de San Juan. La niña le contestó que sí, y al saberlo se puso muy contenta, porque en la noche de San Juan se suspendía el poder del hechizo a que estaba sometida. Rogó a la muchacha que frotara el amuleto que llevaba colgado contra su cinturón y, después de hacerlo, quedaron rotas las cadenas que la sujetaban al suelo. Entonces, tomándola de la mano, subieron a la superficie, y allí le dijo: «Voy a enseñarte la Alhambra tal como era en sus días de esplendor; vas a poder verlo todo muy bien, puesto que llevas un talismán encantado».
Sanchica siguió en silencio a la dama. Penetraron por la Puerta de la Justicia y fueron a dar a una explanada, donde iban ordenando varios escuadrones de caballería de las guardias reales. Nadie les dijo una palabra y pudieron penetrar en el palacio. Las paredes de las habitaciones estaban adornadas con riquísimas telas de damasco y con divanes y otomanas de preciosas telas. De todas las fuentes de los patios brotaba el agua. El patio de los Leones estaba lleno de guardias, artesanos y alfaquíes, y en el fondo, en el salón de la Audiencia, se sentaba Boabdil, rodeado de cortesanos. A pesar de todo, reinaba el mayor silencio.
Al acercarse a un portal que daba a la torre de Comares, vieron a cada lado de la puerta a una ninfa de alabastro. Las dos estatuas mantenían la vista fija en un lado de la bóveda. La dama encantada le dijo a Sanchica que aquellas dos discretas estatuas guardaban un tesoro escondido por un rey moro desde hacía muchos siglos. Sanchica debería contárselo a su padre y, probablemente, éste, si buscaba donde apuntaban sus miradas, encontraría algo que le convertiría en el hombre más rico de Granada. Dichas estas palabras, como amanecía, la dama se despidió de la niña y desapareció.
Sanchica volvió a los salones que poco antes había visto animados por una multitud; pero ahora Boabdil y su cortejo habían desaparecido.
La niña salió de la Alhambra y se dirigió a casa de sus padres. Contóles lo ocurrido; pero éstos no quisieron creer nada de todo aquello, suponiendo que se trataba de un sueño. Pero la niña, tanto porfió, que Lope Sánchez empezó a tomarlo en cuenta.
Por de pronto, se encaminó a la Alhambra, y una vez allí miró, y remiró a las dos estatuas, como queriendo arrancarles su secreto. Al anochecer, cuando ya había quedado la Alhambra sin forasteros, Lope Sánchez, acompañado de su hija, y con un pico al hombro, se dirigió hacia la torre de Comares. En seguida abrió un boquete en la pared, en el lugar donde miraban fijamente las estatuas, y cuál no sería su asombro al encontrar dos grandes jarras de porcelana llenas de monedas de oro, que pudo sacar gracias a la ayuda del amuleto de su hija.
Cargados con toda aquella riqueza, volvieron alegremente a su casa. Lope Sánchez se enriqueció así de la noche a la mañana. Pero no por eso fue más feliz; al contrario, ahora pasaba las horas inquieto y pensativo. No sabía cómo ocultar a las gentes aquel tesoro. Sus vecinos, al verlo así, creyeron que la causa de su tristeza sería la falta de dinero; pero nadie pudo sospechar que su única calamidad era la riqueza.
La mujer de Lope Sánchez compartía las ansiedades de su marido; mas pronto recibió consuelo espiritual del confesor al contarle la verdad de su secreto. Éste trató de convencerla para que diera parte de su tesoro a la Iglesia, y así lo hizo. Pero su marido, cuando lo supo, se encolerizó de tal manera, que decidió salir de Granada. Aquel sacerdote conocía el secreto y no podía negarle nada de lo que pidiera. Como Lope era muy roñoso, no pudo sufrir esto con paciencia, y decidió irse a vivir a Málaga.
Una noche, con gran sigilo, cargaron un burro con su tesoro y abandonaron la ciudad del Darro y el Genil.
Nunca más se les volvió a ver; pero se sabe que en Málaga vivieron como grandes señores, y Sanchica casó con un aristócrata de rancio abolengo.
Lope siempre dijo que un hermano rico que murió en América le había dejado unas minas de cobre; pero en la Alhambra se corrió el rumor de que su fortuna provenía del descubrimiento del secreto guardado por las dos discretas estatuas de la torre de Comares.

(Vicente García de Diego)

viernes, 14 de julio de 2017

El romero de Montserrat - Monistrol

Iba por la carretera de Monistrol a Montserrat un romero que hacía el camino a pie, en cumplimiento de una promesa, cuando encontró en la cuneta un hombre muerto. Tenía una herida en el pecho, por lo cual se deducía que había muerto asesinado.
Dudó unos momentos el caminante, sin saber qué hacer. Su primera intención fue dejar el muerto donde estaba, por miedo a buscarse complicaciones. Pero, pensándolo mejor, creyó que era inhumano dejar abandonado el cadáver -, no se vio con fuerzas para pasar y seguir su camino indiferente. Así, encomendándose a la Virgen de Montserrat, lo tomó en brazos y deshizo el camino hecho, para dirigirse a Monistrol.
Se acercaba ya al pueblo, cuando fue detenido por las autoridades y acusado de homicidio.
El infeliz no pudo probar su inocencia, y fue condenado a la horca. En vano pretendió defenderse diciendo que únicamente la piedad le indujo a coger el cadáver y llevarlo al pueblo para darle sepultura.
Llegado el momento de la ejecución, le pasaron la soga por el cuello, y cuando fueron a tirar de ella, se rompió. Probaron entonces con una soga de hierro; pero todo inútil: también se rompió. Encendieron entonces una gran hoguera, para quemarlo vivo; pero no bien subió a la pira, empezó a llover a cántaros, y el fuego se apagó. Enfurecidos los jueces, decidieron echarlo a un arroyo que corría cerca del pueblo. Lo hicieron, y en el acto el arroyo se secó.
Ante tantos contratiempos, los jueces preguntaron al acusado qué sortilegios empleaba para librarse de la muerte, y contestó el romero que lo único que había hecho era encomendarse fervientemente a la Virgen de Montserrat.
Comprendieron entonces que el hombre era inocente, y lo dejaron libre.

(Vicente García de Diego)