sábado, 28 de diciembre de 2013

Nuestra Señora de Alconada

Según una antigua tradición, esta imagen fue venerada en Ecija hasta la dominación de los moros con el nombre de Nuestra Señora de los Remedios. En el 714, por no dejarla expuesta al dominio de los moros, los Capitanes Rogelio y Fadrique la cogieron y caminaron con ella hasta Arconada, junto a Carrión de los Condes donde en una capilla subterránea estuvo escondida hasta 1113, en que un labrador habiendo observado un gran resplandor, se acercó, vio a la Virgen, y el pueblo, en procesión solemne la llevó a la Iglesia y fue colocada en el altar mayor con el nombre de Nuestra Señora del Socorro.
Allí permaneció hasta el año 1219, que con motivo de exigir el Conde de Carrión D. Juan a los vasallos de Arconada contribuciones especiales y no pudiendo pagarlas, se refugiaron en la Iglesia. Habiendo puesto fuego, el Conde, a las puertas de la Iglesia, se salió Nuestra Señora por una ventana que miraba al oriente, a la vista de todos los que se hallaban en la Iglesia y como invitándoles a que hiciesen lo mismo.
A los tres días se apareció a un pastor llamado Marcos, en el Valle de las Fuentes del término de Ampudia a quien habló de esta manera: "Marcos, vuelve a la Villa, que el ganado que apacientas yo le cuidaré; di a los Eclesiásticos y Seglares que la habitan, cómo aquí he llegado, y que vengan por mi a este sitio donde me ves, que aquí quiero ser venerada y servida de los fieles".
Al pobre Marcos no le hicieron caso, por lo cual tuvo que volver una segunda vez, y ante el asombro de todos, él,  ciego de un ojo, se presentó con la vista completa, razón más que suficiente para ser creído. Fue llevada solemnemente a la Parroquia hasta que se terminó de hacer el Santuario.
 Noticioso de todo el Conde Don Juan, solicitó de los de Ampudia que le diesen la Sagrada Imagen y al negarse, les puso pleito ante el Señor Obispo de Palencia, que seguidos los trámites judiciales, sentencian que la Virgen sea restituida a Arconada. Dispuso el Conde una magnífica carroza tirada por tres pares de bueyes que reventaron al no poder mover la carroza con la Virgen. Esto ocurrió varias veces, lo cual fue interpretado como que la Virgen quería quedarse en Ampudia. Así se revocó en el cielo, la sentencia que se había dado en la tierra.
Hasta no hace muchos años, la capilla de la izquierda del Santuario, estuvo reservada en el día de la Fiesta para todos aquellos que de Arconada quisieran asistir.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

César González-Ruano y el "chiringuito" de Sitges

Corría 1943 cuando César González-Ruano llegó al sereno mar de Sitges tras un sexenio tumultoso. Allí viviría cuatro años, hasta el 46. Pasó un tiempo en el hotel Subur y luego se instaló en el 22 de la calle Sant Pau, propiedad de Miguel Utrillo: «Era una casa de dos pisos que me pareció muy agradable y que estaba a diez o doce pasos de la playa, entre ésta y la calle Parellada, la más céntrica e importante del pueblo», recordará. El escritor encaló la fachada, comunicó dos habitaciones con un arco y abrió una chimenea.
Después de vivir en París y Berlín, Sitges le brindaba el microclima que encandiló al Rusiñol de las fiestas modernistas. Su primer círculo de amistades: el doctor Benaprés, los escritores Ramón Planas e Ignacio Agustí, los pintores Pere Pruna, Durancamps y Sisquella. Con ellos descubrió los rincones sitgetanos: «En casa, donde tenía la pequeña biblioteca con algunos diccionarios geográficos, me era divertido, durante unas horas, estudiar la geografía y la historia de Sitges. Era casi siempre de noche y el mar, débilmente, llamaba a la ventana».
Colaboraba Ruano por aquel entonces en «La Vanguardia» de Galinsoga y la revista «Destino» que dirigía Agustí —también residente en Sitges—. Iba casi cada semana a Barcelona para cobrar artículos e intervenir en el programa de Soler Serrano en Radio España.
De la calle Sant Pau, Ruano pasó a la calle Mayor con su carga de libros: «Era un piso alegre, muy cuidado, aunque no demasiado grande, en el corazón del barrio antiguo y marinero. Una casa moderna y extraña que trepaba sobre otras casas y sacaba la cabeza al mar por encima de un delicioso paisaje de azoteas que terminaba en la hoz de la bahía, limitada, como un labio de luz en sus comisuras por la iglesia y el edificio del hotel Terramar…» Desde aquella habitación con vistas Ruano comprendía la adicción de los artistas a la Blanca Subur: «No sé si habrá un pintor en esta tierra de pintores capaz de llevar a un lienzo esta geometría casi inverosímil de Casbah limpia, mágica y dificilísima por su sencillez».
Pero el auténtico lugar de trabajo para el escritor bohemio no podía ser la comodidad hogareña, sino el rumor del café. Y Ruano halló su rincón en El Chiringuito, «un café extraño sobre la misma arena, como un pabellón de cristales donde me pareció que podía escribir cada mañana». Fundado en 1913 por el capitán Calafell, es el primer chiringuito de España, que hoy regenta Juan Rubio Grau, El Chiringuito competía en su época con el Pabellón del Mar que frecuentaban los indianos enriquecidos. A estos últimos debe atribuirse el nombre del local que deriva de «chiringo», que es como se llamaba un café en Cuba, según documentó Lázaro Carreter. El líquido filtrado por el calcetín era ese «chiringo» que acabó en el diminutivo: chorrito de café, chiringuito.
Sobre una mesa con azulejos, Ruano pergeñaba artículos de «La Vanguardia» y «Destino» y la novela «La terraza de los Palau» con la que no pudo ganar el Nadal de 1944 desbancado por la reveladora Carmen Laforet. Ignacio Agustí se sorprendió al ver el volumen de cuartillas que acumulaba la mesa del Chiringuito: «Para mí era un fenómeno inexplicable. Porque después, leída la novela, que no ganó el premio como es sabido, resulta que estaba mucho mejor de lo que cabía esperar de las rociadas nocturnas de Pernod que había recibido y de los lavados de cerebro que Ruano había tenido que aguantar, voluntariamente desde luego, para llegar, en realidad, a fraguar la historia anodina de unas damas de Sitges que iban muriendo de aburrimiento y de tristeza junto al mar».
En El Chiringuito nació también el libro «Huésped del mar» del que podemos leer un fragmento en la placa de los jardines González-Ruano: «¡Qué difícil de situar este enorme mundo tan pequeñito en superficie! Sitges es una villa clara y pequeña. Pero limita al Este con las Indias de los virreyes, al Oeste con las costas romanas y las islas griegas, al Sur con Andalucía y Marruecos, al Norte con la Mairie de Montmartre».
A la sombra del Chiringuito, Ruano produjo doce títulos entre 1944 y 1946. Cumplía con sus colaboraciones en Madrid y Barcelona. Pero los cobros a la pieza no bastaban para mantener un ritmo de vida repleto de incidentes erótico-festivos. Los ahorros de sus estancias en Europa —unos once mil dólares— se volatilizaron y hubo de malvender algunas alhajas: «Varias de las novelas que hice entonces fueron para mí verdaderas novelas por entregas. Le mandaba al editor veinticinco folios todos los sábados y él me enviaba por el mismo recadero que le entregaba el original un dinero que debía durar siete días, pero que sólo duraba dos. Así simultaneé muchas veces dos libros sin interrumpir mis artículos y las colaboraciones para la radio». Trabajo febril, generosamente regado de alcohol y café. Ruano se levantaba con la resaca a cuestas, aunque con la disciplina imprescindible para mantener tal producción literaria y periodística. Se levantaba «siempre a la misma hora, a las nueve y media, me tiraba del lecho como un bombero disciplinado y me iba escribir al Chiringuito. Muchas mañanas tenía que hacerlo sujetándome la muñeca derecha con la mano izquierda y un estado de nervios próximo a la locura. A la una venían algunos amigos y dejaba de escribir para hacer tertulia».
Entre Sitges, Barcelona y Vilanova transcurrieron los años catalanes de Ruano. La tentación bohemia pasaba factura: «Con una voluntad tan débil y desmoralizada iba a Barcelona, por ejemplo, para cobrar unas pesetas con las que podía vivir cómodamente mejor un par de semanas y en Barcelona se me enredaban las cosas, me quedaba a dormir, vivía la noche, y, al día siguiente, molido y casi enfermo regresaba a Sitges con una cantidad ridícula».
Como recuerda su amigo Ramón Planas, en los cuatro años sitgetanos de González-Ruano se le tributaron dos homenajes: un banquete en el hotel Sitges y una sesión literaria en la Biblioteca Rusiñol. Pero al final, las deudas precipitaron su marcha. Se acabó la escritura matinal de El Chiringuito y toda una época. La despedida fue la de los grandes amores que pasan de la pasión al desencanto: «Dejé Sitges decidido por mi estado de salud, triste y al mismo tiempo alegre en dejarle. No quise volver la cabeza atrás. No quise, de momento, llevarme nada de la casa, como si a mí mismo me disimulara que me iba. Más tarde levantaron aquel pisito alegre en el Mediterráneo que a mí me proporcionó más que nada tristeza. Me enviaron libros y muebles a Madrid y ya Sitges pasó a los melancólicos desvanes del sueño…»

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Los lavaderos del Manzanares

La periodista María Isabel Gea informa: “Los lavaderos - constituían una sucesión de casitas o chozas de caña situadas junto al puente de Segovia que protegían a las lavanderas de los rayos del sol en verano. Éstas cavaban en la arena unos hoyos – los lavaderos – donde retenían el agua del río. La ropa se tendía en largas filas paralelas de pértigas”.
Ya en el siglo XX, Juan Martínez Gómez (Juanito), que fue primero limpiabotas en el Ateneo y luego pasó a bedel, publicando  sus "Estampas de aquel Madrid querido" en 1977, recordaba que, en los primeros años del siglo XX,  en las casas de Madrid, se carecía de agua corriente. “El vecindario – evoca el autor - se suministraba del líquido elemento en las fuentes públicas. De esta labor se encargaba en gran parte los aguadores, hombres fornidos y casi todos gallegos. En las casas había una gran tinaja de barro adonde el aguador iba vaciando una cuba de madera que llevaba al hombro, encima de un cuero que le preservaba de la humedad. Al precio de cinco céntimos la cuba,  llenaba aquel depósito. Nació alrededor de todo esto la lavandera, que recogía la ropa sucia a domicilio y se la llevaba a lavar al río Manzanares, devolviéndola limpia y seca al sol”.
En la calle de la Solana – continúa “Juanito“ – vivía un matrimonio: ella era lavandera y su marido aguador. Antón, que era el nombre del aguador iba y venía cargado con una cuba y subiendo y bajando con ella a cuestas las escaleras. Pía, su mujer, era de la provincia de Burgos. Lavaba la ropa en el río. Desde muy temprano salía de su casa con su enorme saca de ropa que llevaba a la cabeza. Las lavanderas en el río tenían unas bancas de madera en las que se metían de rodillas, bancas colocadas a la orilla del Manzanares. Muchas veces la crecida del río inundaba las márgenes y a las bancas se las llevaba la corriente. Las lavanderas se colocaban en la cabeza un pañuelito que sujetaban con una horquilla para defenderse del sol. Se cantaban canciones unas  a otras mientras lavaban:


“A la orilla del río
sonaba el agua:
eran las lavanderas
repuñeteras
cuando lavaban”.

(MI SIGLO - La invención de la realidad)