viernes, 14 de enero de 2011

La huerta valenciana

La huerta valenciana nació en la época del imperio romano, creando la ciudad de Valentia, como centro logístico y de hibernación para sus campañas de conquista sobre Iberia.


Aportaron cultivos que conocían como cereales, el olivo y la vid. No obstante estos y por las condiciones propias del entorno no eran lo suficiente productivas.


No obstante sirvió para su cometido de abastecimiento de tropas así como posteriormente en las campañas de los visigodos. dejando abandonado tanto los campos como la ciudad.


Realmente lo que hoy conocemos como la huerta valenciana se desarrolló en la Edad Media, durante el periodo islámico, creando una importante infraestructura fluvial, principalmente con la construcción de acequias y azudes, pequeñas presas, que derivaban las aguas de las fuertes avenidas del Turia y los barrancos, consiguiendo desecar grandes zonas pantanosas y llevando el riego los campos. También se impulsó y desarrolló diversas actividades a lo largo de estás infraestructuras como molinos de agua, aprovechando el caudal que circulaba por las acequias, como lavaderos cercanos a las viviendas o alquerías. Un ejemplo interesante de huerta dependiente de la ciudad para la obtención de alimentos fue el de la huerta de Ruzafa, cuyo nombre en árabe identifica, precisamente, a este tipo de huertas urbanas.


Gracias a estas infraestructuras la ciudad de Valencia, así como las poblaciones de su entorno consiguieron desarrollarse.


Se creó realmente un rico espacio productivo, el origen de la huerta de Valencia es claramente de época andalusí, como consecuencia de la introducción de la tradición árabe (Yemen y Siria) del regadío, así como las bereberes norteafricanas. Los productos cultivados en ella son muy dispares, consecuencia de una sociedad independiente y tributaria. A los cultivos clásicos que ya se cultivaban en época romana, cereales, viña, olivos, se añaden el arroz y la chufa como más característicos de las zonas más húmedas, hortalizas nuevas en Al-Andalus como la berenjena y la alcachofa, etc. Al ser los productos hortícolas el cultivo por excelencia, se tomó de ahí el nombre de este entorno.


Las acequias mayores estuvieron regidas desde la época musulmana por el tribunal de las aguas, aún vigente hoy, por el que se controlaba el uso y utilización de los caudales de riego.


Son ocho las acequias mayores de la ciudad de Valencia: Moncada, Tormos, Mestalla, Rascaña, Cuart, Mislata, Favara y Rovella.

El subterráneo del castillo de la Concepción

En una de las bellas casas solariegas de la marina vivían los nobles señores de Lepe. Éstos tenían una hija, a la que querían mucho. Esta hija, doña Sol, tenía amores, desde niña, con don Mendo de Acevedo. Los padres de doña Sol se opusieron a estos amores, no porque la familia de don Mendo no lo mereciera, que eran de noble y puro linaje, sino porque no poseía patrimonio alguno y ellos querían para su hija, aparte del buen nombre, la riqueza.

Don Mendo, al comprender que la oposición de la familia de doña Sol era debida a su escasa fortuna, se marchó a la guerra, para alcanzar fama y riqueza. Doña Sol le animó, prometiéndole fidelidad absoluta.
Cuando don Mendo se hubo marchado, los padres casaron a doña Sol con un caballero, capitán de caballos, oriundo de Toscana, llamado don Rodrigo Rocatti Alvear. Doña Sol lloraba amargamente, y aunque cumplía con sus obligaciones de esposa, odiaba con toda su alma a su marido, que era para ella como un tirano.

Pasado algún tiempo, llegó al castillo de la Concepción, que habitaban los señores de Rocatti y Alvear, un cautivo que había sido rescatado de Orán. Este cautivo contó a doña Sol que su amado, don Mendo, vivía aún, pero que remaba en una galera morisca y era inhumanamente maltratado por el sotarráez.

Doña Sol sentíase consumida por los remordimientos. Se acusaba de haber sido débil al consentir en su boda con don Rodrigo. Bajo el peso de este remordimiento empezó a nacer en ella la idea de que debía salvar a don Mendo, costara lo que costara. Arrodillóse, pues, una tarde, ante la Virgen del Rosell y juró solemnemente rescatarle, aunque para ello tuviera que emplear la perfidia. ntentó por varios medios comprar la libertad del amigo de su infancia; pero nada puso conseguir. Y, tal como había prometido, pensó en emplear el engaño.

Púsose al habla, por medio de un esclavo moro, con el capitán del bajel en que su amado iba de galeote. Con este capitán, y siempre a través del esclavo, hizo un trato que ella no pensaba cumplir: entregaría al capitán el plano de las entradas subterráneas del castillo —dándole las notas equivocadas—, y él le entregaría a don Mendo.

Todo salió mal. El esclavo descubrió el plan a don Rodrigo, y éste, herido en su amor propio, no comprendió que al corazón no se le manda y que a doña Sol le era imposible olvidar al hombre a quien había amado desde niña. Y dejándose llevar de su cólera, condenó a doña Sol a la terrible muerte del emparedamiento. Doña Sol aceptó la sentencia de su marido, sintiendo únicamente no poder salvar a don Mendo.

Antes de ejecutar las órdenes de don Rodrigo, doña Sol estuvo unos días encarcelada. Pidió la confesión, y por la tarde de su último día, del anterior al que estaba fijada la fecha del emparedamiento, acudió a su celda un fraile dominico. La dama confesó al fraile su inocencia, su gran amor por don Mendo y la gran pena que sentía por no poder libertarle. El fraile, hondamente emocionado, descubrió a la dama su identidad. Era don Mendo, que, al salir de su cautiverio, y habiendo tenido noticia de su boda con don Rodrigo, había tomado el hábito para tener, por lo menos, el consuelo de la religión.

Cuando, un rato después, vinieron a la celda unos hombres preguntando al fraile si había ya preparado a la por dos veces perjura —según ellos— doña Sol, éste, pálido y angustiado, respondió que antes de que la dama saliera de aquella cárcel él tenía que hablar con su señor. Recibióle don Rodrigo. El monje pidió entonces el indulto de doña Sol, jurando y perjurando, por los sagrados hábitos que ostentaba, que era inocente del crimen de que se la acusaba. El marido se negó, diciendo que había traicionado, no solamente a su honor, sino también a la patria. Intrigado, quiso entonces saber quién era el monje, a lo que éste contestó que era un caballero tan noble como el que más, y que sólo la falta de dinero le había obligado a abandonar su patria y a la mujer amada, y si hoy su nombre era fray Juan de la Cruz, en un tiempo había sido don Mendo de Acevedo.

Don Rodrigo ordenó entonces a sus hombres que prendieran al monje. Éste, atenazado por los fuertes brazos de los soldados, recibió un fuerte golpe en la nuca, que le hizo perder el sentido. Don Rodrigo tomó un pergamino y escribió en él la siguiente frase: "Por sacrílego y desleal". Colocó el infamante cartel sobre el pecho de don Mendo y, ante los aterrados ojos de sus hombres de armas, lo clavó -atravesándolo con un grueso clavo- en el esternón del monje. Viendo que aún vivía, mandó a sus hombres que le bajaran al subterráneo y lo ahorcaran.

Penetró entonces en la cárcel de doña Sol y le anunció que su cómplice había sido ya castigado y que le había llegado a ella la hora. La dama fue conducida al in pace de la fortaleza. Cuando llegaron al lugar señalado por el marido, la dama, con gesto majestuoso, dijo: "Soy inocente. La sangre que mi esposo derrama caerá sobre su cabeza. Don Rodrigo: quedáis emplazado, de aquí a veinte días, si soy inocente".

Entró en el in pace, y cuando los hombres daban las últimas paletadas que tapaban el muro se oyó todavía la voz de doña Sol, que decía: "Emplazado quedáis, don Rodrigo; emplazado quedáis".

Veinte días después murió don Rodrigo repentinamente, por lo cual fue desemparedado el cuerpo de la dama para darle cristiana sepultura.

(Vicente García de Diego en LEYENDAS DE ESPAÑA)

Los blancos campos de Benidorm

Era Mubarak el sabio y prudente alcaide de Benidorm y bajo su gobierno vivían en paz y concordia moros y cristianos.


Mubarak no tenía hijos varones pero se consolaba con las cualidades con que la naturalez y una excelente educación habían dotado a su única hijo Zobeida.


Zobeida se enamoró perdidamente de un apuesto caballero cristiano por nombre Diego pero pese a la armonía en que, como he dicho, vivían las dos comunidades, la cosa no llegaba al punto de ver con buenos ojos el amor entre una mora y un cristiano. Por ello los dos amantes planearon huir una noche descolgándose con una soga desde el acantilado del Mal Pas a la playa.


Sin embargo, fueron descubiertos y devueltos a palacio en el que el Alcaide, enfurecido mandó encerrar a su hija y ajusticiar a Diego. Sin embargo, movido por la clemencia, decidió perdonar la vida al cristiano y encerrqarle de por vida en una lóbrega mazmorra del alcázar. "Saldrás de ella - anunció - cuando los campos de Benidorm se cubran de blanco". Sabía que eso era imposibloe porque en aquella comarca nunca nieva.


Pasaron los meses, florecieron los almendros y la campiña se cubrió de flores blancas. Diego recordó a Mubarak su promesa y estefiel cumplidor de sus promesas, le otorgó la libertad y accedió, por fin, a consentir la boda de su hija con el caballero. Con el correr de los años, el matrimonio rodeó de nietos al caudillo muslmán y Diego fue un leal vasallo que auxilió a su suegro en todo lo que no se oponía a su religión.


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Nota: En Portugal se cuenta una leyenda basada también en el hermoso florecer de los almendros.


Ibn-Almundim era rey de Silves, en el Algarve portugués que estaba casado con una bella princesa escandinava llamada Gilda. La joven languidecía sin que los doctores de la corte pudiesen adivinar el motivo hasta que un viejo cautivo procedente de los paises del norte pidió ser recibido por el rey y le informó de que el mal de su amada esposa era la nostalgia de los nevados paisajes de su tierra natal. Además, la solución estaba alalcanse del monarca porque consistía en plantar almendros en toda la comarca de forma que, alflorecer recordasen s la princesa las nieves de su país. Así se hizo y, todas las primaversas, los almendros en flor hacín que los campos del Algarve se asemejasen a los paisajes nevados del norte de Europa.