Un pastorcillo castellano, llamado Hernando, habiéndose quedado sin trabajo, emigró a Portugal, a ganarse la vida. Allí entró al servicio de un rico ganadero, que le encargó de apacentar rebaños en la campiña de Villaviciosa, abundante en pastos. Mientras sus ganados pacían, él se subió a lo alto de una loma, en la que había una pequeña ermita; penetró en ella, y quedó apenado ante una preciosa imagen de la Santísima Virgen, olvidada, cubierta de polvo y sin el menor vestigio de culto. El pastor la limpió como pudo y, postrándose ante ella, oró fervientemente; después recogió en el campo unas florecillas silvestres y las puso a los pies de la imagen, cuidando desde aquel día que ya no le faltaran. Ni una sola mañana dejó de visitar a su Madre el devoto pastor y constantemente lucía ante el altar una lamparilla de aceite que alimentaba con la ración que le daban para su comida.
Pasó el tiempo y seguía yendo a diario a la ermita, sin que jamás encontrara a nadie rezando ante la imagen. Llegó a sentirla tan suya, que, teniendo que volver a España, no podía admitir la idea de separarse de aquella Virgen y dejarla en el abandono y soledad en que la encontrara. Un vivísimo deseo de llevársela se apoderó de él, y dudando que pudiera ser un robo, pedía a la santa imagen que iluminara su razón y le manifestara su soberana voluntad, que él acataría.
Llegó el último día de su estancia en Portugal; fuese a la ermita, y allí imploró de nuevo que le inspirase lo que debiera hacer. Terminados sus rezos, sintió una firme decisión de no dejarla entre aquellos tibios creyentes que la habían olvidado, y llevársela con él, para adorarla hasta el último día de su vida. De pronto, como impulsado por una fuerza superior, se levantó, tomó la imagen en sus brazos y guardándola con todo cuidado en el zurrón, salió de la ermita y, una vez se hubo despedido de su amo, se encaminó a España, radiante de gozo. Al pisar el suelo de su patria, sacó la pequeña imagen de su zurrón, y, de rodillas ante ella, le suplicó que guiara sus pasos al lugar preferido para su culto. El pastor echó a andar sin rumbo fijo. Dejándose guiar por la voluntad divina, caminó varios días y varias noches, hasta que llegó a un paraje muy abrupto de la provincia de Córdoba, y en unas montañas llamadas las Gamonesas vio un árbol muy grueso y hueco, que presentaba como una rústica hornacina bajo el dosel de sus frondosas ramas. En el acto abrió su zurrón y, sacando la imagen, la colocó en el hueco del árbol, que parecía hecho a su medida, y después de pedir su protección para no alejarse de ella, fue a buscar empleo en las cercanías. Se ajustó de vaquero en un cortijo próximo, y, guiando el ganado, podía llegarse todos los días a pasar un rato en fervoroso coloquio con la reina del cielo.
Pasado un año, un vecino de Villaviciosa entró, por curiosidad, en la ermita y echó de menos la imagen. Dio parte a las autoridades, y como se comentara el hecho entre los vecinos del pueblo, pronto se supo, por el rico ganadero, que su criado español tenía mucha devoción a la Virgen, y todas las sospechas recayeron sobre él. Se le persiguió, hasta encontrarle en las Gamonesas, arrodillado, adorando a la santa imagen, como tenía por costumbre. Después de maltratarle y sujetar sus manos con cadenas, le llevaron a Portugal, juntamente con la imagen, y allí fue condenado a muerte por robo sacrilego. Se le encerró en un lóbrego calabozo, y el pastorcillo invocaba sin cesar la protección de su Madre Santísima. Escuchó el fallo de la sentencia serenamente, ya que de nada le acusaba su conciencia, y siguió orando y aceptando los altos designios de Dios.
Pocas horas faltaban para la ejecución, y el pastor se sintió invadido de un profundo sueño, que no podía vencer, a pesar de sus esfuerzos por aprovechar sus últimos momentos. Al fin le rindió el sueño, y cuando despertó de su letargo se encontró libre de cadenas; en vez de la oscura prisión, veía las montañas cordobesas, sobre él las ramas del frondoso árbol, y a su lado la imagen querida. Loco de gozo, daba gracias por su libertad, mientras derramaba lágrimas de emoción.
Mientras, en Portugal, llegado el momento de ser conducido a la horca, los carceleros abrieron los fuertes cerrojos de la celda y quedaron perplejos al encontrarla vacía. La noticia se divulgó por el pueblo en unos momentos, y el párroco vio, alarmado, que la santa imagen también había desaparecido.
Se pensó que era un hechicero que usaba de sus malas artes y de nuevo se había apoderado de la imagen, y se le buscó, con la orden de matarle donde se le encontrara. Los portugueses se encaminaron lo primero a las Gamonesas, y allí le encontraron bajo el mismo árbol, en adoración ante la Santísima Madre. Con furia se echaron sobre él y le golpearon y prendieron. Entre insultos y golpes, que él sufría pacientemente, le hicieron caminar varias jornadas. Rendidos del camino, se echaron todos a dormir, y con gran sorpresa vieron, al despertar, que estaban junto al árbol del que habían partido hacía varios días. De la emoción, todos quedaron mudos, meditando el prodigio que habían presenciado. Pasadas unas horas, uno de ellos pudo recobrar el uso de la palabra y propuso a sus compañeros postrarse ante la santa imagen a pedir perdón y reconocer el mandato divino de ser allí adorada y reverenciada.
Se despojaron de cuanto dinero y objetos de valor llevaban y se lo entregaron a Hernando, para que allí mismo edificase una ermita donde se rindiera culto a la milagrosa imagen.
Hernando les perdonó de corazón, y al verse libre junto a la Santísima Virgen, cayó desvanecido.
Al tenerse noticia del suceso en Córdoba, se le erigió un magnífico santuario, donde fue venerada esta santa imagen con gran devoción, nombrándola su patrona y abogada, y se formó una Cofradía de Nuestra Señora de Villaviciosa, aprobada por Clemente VIII, en 1528.
El pastor se consagró en vida a adorar la prodigiosa imagen y vivió junto a ella hasta su muerte.
(Vicente García de Diego)
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