domingo, 29 de abril de 2012

Itzaro

En la bahía de Bermeo a Ogoño, acostado sobre el mar azul, como un viejo monstruo dormido, se alza el solitario islote de Itzaro. Miles de gaviotas tienen allí el nido. Restos de construcciones, una escalera tallada en la roca, alguna gruta aislada, y, sobre todo, la leyenda, parecen decirnos que alguna vez fue habitado. Y dicen las viejas que los habitantes fueron unos monjes blancos, que allí, de cara al mar, con el espíritu exaltado en la contemplación infinita, fueron entregando, uno a uno, sus almas, santificadas por la penitencia y la oración, a los brazos acogedores del Señor.
Pero hubo uno, allá por los siglos IX o X, que, refugiado en aquel lugar, por huir de un amor imposible, encontró la muerte sin haber pronunciado votos y sin que las exhortaciones de los santos compañeros y del mismo abad hubieran podido apartarle de su voluntario y trágico destino.
Y cuentan que fue así:
Una noche de invierno, oscura, con las olas encrespadas por el huracán, el hermano portero, que se ocupaba de recibir las provisiones que los bermeanos caritativos enviaban al cenobio, creyó distinguir, entre el ruido del mar chocando contra el acantilado, gritos de auxilio. Bajó la escalerilla que conducía al embarcadero, y encontró a un hombre agonizante, heridas las manos al asirse para buscar apoyo en las rocas, rotos sus vestidos, aterido de frío, con un golpe en el cráneo, magullado por el choque con las peñas.
Dio aviso el buen hermano, y toda la comunidad bajó en su ayuda. Le cuidaron, le curaron y, sobre todo, dieron asilo al cuerpo y serenidad al alma. Él contó su historia: el amor imposible por una mujer. El desafío con el hermano de ella, terminado en la muerte. La huida en la noche, con el temporal propicio; la rotura del bote y los remos, y su caída brutal contra las rocas. Los frailes, compadecidos, trataron de hacerle olvidar el triste pasado. Allí, mirando el cielo, la penitencia y la soledad le harían ir expiando poco a poco sus culpas.
Y pasaron los meses. Una mañana, al recoger las limosnas que mandaban los cristianos vecinos, venía una mujer en el bote, enlutada, cubierta con un tupido manto. El nuevo acogido bajó a ayudar al portero, y la mujer descubrió el rostro. Todos sus buenos propósitos se vinieron al suelo; se acercó a ella y le propuso volver a verse. Quedaron en que todas las noches ella pasearía por la playa más próxima, con una luz en la mano. Y él llegaría nadando.
Así fue. En cuanto la última luz del crepúsculo desaparecía, él bajaba; se despojaba del hábito, que por caridad le habían proporcionado los frailes, sin tener derecho ninguno a vestirlo, y se lanzaba al mar. En la orilla, la luz parpadeante de la nueva Hero lo atraía al horrible abismo.
Durante muchos meses las entrevistas se repitieron. Pero un día alguien siguió a la mujer. La descubrieron en la playa y la atravesaron con la espada vengadora. De su mano, rígida por la muerte, arrancaron la linterna. Y el hombre llegó, ciego, a caer fatalmente en su destino. Allí mismo fue asesinado. Los dos cadáveres fueron arrojados al mar con una piedra al cuello.
Los monjes blancos, horrorizados, fueron a otro lugar más apacible. Pero aún se oyen, en las noches tormentosas del Cantábrico, los lamentos quejumbrosos de las dos almas en pena, atormentadas por los remordimientos, por su amor imposible, trocado en odio, y el engaño vergonzoso de su conversión.
Y dicen que es cierto y que a veces se ven sus figuras ahogadas, errantes en el mar.




(LEYENDAS DE ESPAÑA de Vicente García de Diego)

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