domingo, 9 de marzo de 2014

Nuño el Fuerte

En la época en que el rey Alfonso VII subió al trono, el feudalismo asturiano se hallaba en todo su apogeo. Don Álvar de San Martín era el tipo más acabado de estos señores, mezcla de reyezuelos orgullosos y de bandidos. Reinaba despóticamente en su fortaleza del castillo de San Martín de las Arenas, que se alzaba sobre una roca gigantesca, junto a la desembocadura del río Nalón. Su rapacidad y sus violencias tenían atemorizados a los campesinos del territorio.
 Frente a la banda de sus secuaces se había organizado otra entre las turbas que le odiaban y querían libertarse de su tiranía; la acaudillaba Nuño el Fuerte, que, aunque capitán de bandidos, poseía un noble corazón.
 En cierta ocasión ocurrió un incidente que convirtió la enemistad de los dos jefes en un odio feroz. Don Álvar de San Martín se había sentido atraído por una rica hembra que poseía, además de su hermosura, una fortuna considerable. Se llamaba doña María de Lena, y había entregado su corazón hacia tiempo al noble caballero don Ares de Miranda; por lo tanto, no acogió con agrado los galanteos del castellano San Martín. Pero el padre de la doncella, queriendo evitar que ésta se casase con don Ares, noble, pero muy pobre, la obligó a contraer matrimonio con el temido señor. Doña María, al borde de la desesperación, confesó que éste no podía realizarse porque iba a ser madre. Don Álvar sintió que su espíritu ardía de cólera y de despecho; pero no quería renunciar a la espléndida dote que el matrimonio le podría proporcionar, y la boda se realizó. La venganza del señor de San Martín fue feroz. Asesinó al desgraciado don Ares y se dispuso a matar al niño en cuanto hubiera nacido.
 En una noche tormentosa, don Nuño caminaba a través del bosque. Parecía el único ser humano que había desafiado la tormenta. Llegó a una solitaria ermita, se cobijó en el atrio y comenzó a murmurar una plegaria. Pero antes de que la hubiera terminado, oyó a lo lejos el galope de un caballo. Entonces el rudo y hercúleo bandolero, escondiéndose detrás del atrio, esperó. A los pocos momentos llegó un jinete llevando una mujer a la grupa. La desmontó bruscamente y le arrancó de los brazos un niño recién nacido, sin hacer caso de sus súplicas ni de sus lamentos. Era don Álvar, el castellano de San Martín. Se disponía a atravesar con la espada a la inocente criatura, cuando don Nuño, arrebatado por la indignación, salió de su escondite. Los dos hombres se reconocieron y se miraron con odio. El hercúleo don Nuño, dueño de la situación, amenazó al otro con quitarle la vida si no le entregaba el niño. Don Álvar no tuvo otro remedio que hacer lo que se le exigía, y partió después al galope, llevándose a su mujer en la grupa.
 Este incidente incrementó la rivalidad entre caballeros y bandidos, y durante quince años duró la lucha, que ensangrentó y devastó toda la comarca. El niño salvado tan providencialmente fue el señalado por el destino para poner fin a la confusión y llevar la paz y el bienestar a los atemorizados hogares.
 Don Nuño veló por él con el cariño de un padre. Se lo entregó a una aldeana de su confianza para que lo criara, y cuando fue mayor, le enseñó el manejo de las armas. Don Rodrigo, que así se llamaba el hijo de la desventurada doña María de Lena, creció robusto y fuerte y conservó los sentimientos honrados que su tutor le había inculcado. Desconocía a sus padres, aunque sabía que era de origen hidalgo. Amaba a don Nuño y compartió con él el gran odio al castellano de San Martín.
 Un día, don Rodrigo descubrió una entrada al castillo perfectamente oculta y disimulada. Hacía tiempo que no era usada por nadie, pues la galería a que daba paso estaba cerrada con escombros. Cuando comunicó su descubrimiento a don Nuño, viendo éste que había llegado el momento de la venganza, reveló al joven la historia de su nacimiento y cómo su madre yacía encerrada en uno de los más lóbregos calabozos del castillo. Don Rodrigo, entonces, juró vengarse y rescatarla; pero don Nuño le advirtió que si para él estaba reservado el rescate, reclamaba para sí la venganza.
 Algún tiempo después, una noche en que don Álvar y sus secuaces se reunían en una espaciosa sala del piso bajo para repartirse el botín, fueron sorprendidos por los bandidos, al frente de los cuales iba su capitán. Don Nuño se lanzó como un león contra el castellano de San Martín, atravesándolo con su espada, mientras sus guerrilleros hacían espantosa carnicería entre los desprevenidos caballeros.
 Poco después, don Rodrigo, acompañado de su tutor, se dirigía al calabozo donde se hallaba su madre. Avejentada por los sufrimientos físicos y morales, yacía arrodillada ante un crucifijo. Los dos hombres pudieron oír cómo pedía la gracia de ver a su hijo una vez antes de morir. Don Nuño la llamó dulcemente, y, al reconocerle, ella le preguntó con ansia qué había sido de su hijo. Entonces entró don Rodrigo y se arrojó en sus brazos. Don Nuño contempló la escena conmovido, y por primera vez en muchos años, de sus ojos brotaron lágrimas.
 Don Rodrigo heredó el castillo de San Martín y conservó a su lado como escudero al que había sido su noble tutor. Licenció éste a sus guerrilleros; muchos volvieron a tomar el arado y otros marcharon a alistarse en las tropas de Alfonso VII, que tan brillantes victorias iban a obtener.
 La paz había vuelto a reinar en los dominios de los castellanos de San Martín de las Arenas.

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