lunes, 18 de marzo de 2019

Felipe da Ribeira

Felipe se crió con una tía abuela suya, la cual le contaba de un hada que había en un monte vecino, llamado Castelo, que algunas mañanas de sol salía al aire libre, y se sentaba teniendo delante de sí, en un paño de terciopelo azul, todo un tesoro de anillos, vasos y peines de oro. Felipe fue enseñado por su tía abuela de manera que si un día iba al monte y daba la casualidad que el hada estaba con su tienda al sol, y le preguntaba qué prefería, si la tienda o a ella, que a lo mejor, siendo como era muy hermosa, blanca y rubia, estaba disfrazada de fea y de morena, Felipe da Ribeira tenía que contestar que quería a lendiña coa señoriña. Y así se encontraría dueño del tesoro, y de por vida, con la amistad agradecida del hada, quien se le mostraría con toda su belleza. Felipe debió nacer para soñador, y esta historia que le contaba su tía abuela debió ser la gota que colmó el vaso que llenaba el agua misteriosa de sus sueños. Felipe se levantaba temprano, e iba a esperar que saliese el sol en el lugar del monte donde se decía que ponía su tienda el hada. Si no había escuela aquel día, se quedaba por allí, sentado en unas peñas, atisbando el ir y venir de los conejos, que abundaban, o vigilando nidos, velando niñadas, en los zarzales. Llegó a los catorce años cada vez más obsesionado con el hada y la tienda de las maravillas. Un domingo de junio fue madrugador al monte, a ver si aquel día había suerte, y se tumbó en las peñas, como solía, pero en vez de montar guardia, adormiló. Y creyó que era verdad lo que estaba viendo sólo en sueños.
Una de las peñas del monte se volvió blanca, y apareció en ella una ventana, que se abrió. La abrió el hada, que era una mujer rubia, casi una niña, vestida con un manto azul. En la misma ventana, el hada puso la famosa tienda, extendiendo el paño y ordenando sobre él los objetos de oro, que iba limpiando con una servilleta. Felipe se levantó de donde estaba tumbado y se quitó la boina, esperando a que el hada se dirigiese a él preguntándole qué quería, si a tendiña ou señoriña. Pero el hada seguía ordenando el escaparate, sacándole brillo a los anillos, probando las peinetas en su largo pelo. Si el hada no le preguntaba, Felipe nada podía hacer. El hada parecía no fijarse en él. Felipe se dijo que había que tener toda la paciencia del mundo, y se dejó estar, con la boina en la mano. Y estando en esta espera, vio venir alguien a caballo, Castelo arriba, y era el maestro de Xove, un asturiano colorado, de pelo rizo, y que iba a casarse con la hija más joven del mara-gato, que la había conquistado haciéndole fotografías. El maestro se apeó del caballo delante de la ventana, cogió todo lo que había en la tienda y lo metió en las alforjas, y volviendo a montar a caballo entró por la ventana del hada, que ya no era una ventana, sino una puerta. El hada cerró tras el jinete, y puso un letrero en la puerta, que ahora tampoco era tal puerta, sino la oscura roca.
Felipe, ahora despierto, bien despierto, bajó a leer lo que estaba escrito en aquel pedazo de cartón. Decía, en buena letra: CERRADO POR DEFUNCIÓN.
Regresó triste y desconsolado del Castelo, y nunca más volvió a levantar la cabeza. No dormía ni comía. No hacía más que mirar hacia el monte. Murió a los quince años y seis meses, teniendo debajo de la almohada el cartón en el que estaba escrito: CERRADO POR DEFUNCIÓN.

(Alvaro Cunqueiro)

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