Puente de la Arganzuela |
Sabido es que la reina Isabel visitaba a menudo Madrid, y en una de estas visitas aconteció que paseando un día con su séquito por las cercanías de la alquería, tuvo sed y la apeteció beber de la fresca agua del río (que nadie se asuste ¡estamos todavía en 1492!). Alguien del séquito corrió a la casa a transmitir la real petición y allá fue feliz y servicial Sanchica con un cántaro a dar de beber a la real sedienta.
«Bebed, mi reina, de esta agua
dulce, tranquila y serena
como esa frente tan digna
de la corona que lleva,
si no es que cansado el rio
de mis importunas quejas
arrastra ya su amargura
entre las aguas envuelta.»
¿Quejas? ¿Qué puede afligirte a ti, criatura? le pregunta la reina. Y la criatura hace un breve relato de su perra vida. Aquello impresiona a Isabel, que con lágrimas en los ojos se vuelve hacia un escudero y le ordena tomar el cántaro de las manos de la niña y:
«Volvedme llena
esta vasija tres veces,
con fino chorro vertella
mientras andáis, y el terreno
que señale, dote sea
que quiebre la pesadumbre
de la gentil alfarera.
Amor he visto en sus ojos,
virtudes en su modestia:
merecimientos más cortos
hallé con más recompensa.»
Y dicho y hecho. Así en un momento cambió la fortuna de Sanchica, a partir de ahora Doña Sancha la Daganzuela pues tanto tienes tanto vales.
Cuenta el romance que bien casó y tuvo hijos, y que finalmente “después de llorar la muerte de sus amorosas prendas” ingresó en la humilde Orden Tercera donde permaneció hasta el fin de sus días.
Siempre siguiendo el relato del romance, al ingresar en la orden llevó como dote el campo que le regaló la reina, la Dehesa de la Daganzuela, que el pueblo, que tal parece que tuviera lengua de trapo, por corrupción del nombre acabó por llamar Dehesa de la Arganzuela.
(datos de Internet)
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