sábado, 19 de diciembre de 2020

Jeromín - Don Juan de Austria


Con este nombre, en 1903, el padre Luis Coloma escribió una obra que obtuvo gran éxito y que, aún hoy en día, goza de múltiples reediciones. En la primera parte de su libro me baso para lo que conté a mis oyentes un día y hoy a mis lectores.

Doña Magdalena de Ulloa, Toledo, Osorio y Quiñones era la esposa de don Luis Méndez Quijada, Manuel de Figueredo y Mendoza que en Flandes guerreaba a las órdenes de Carlos I. En febrero de 1554 recibió doña Magdalena una carta de su marido en la que le anunciaba que un hombre de su confianza le entregaría un niño de siete a nueve años, Jerónimo de nombre, y que le suplicaba que le tratase como madre amantísima. Añadía que el niño era hijo de un amigo suyo de alta alcurnia y que no le podía decir más, pues era cuestión de honor.

Llegó el niño y es indudable que en el alma de doña Magdalena debió de albergarse la idea de que era hijo de su marido. Pero como le amaba mucho, y cuando hay amor hay confianza, pronto la desechó y se dedicó a cuidar al pequeño que le había confiado.

Arribó un día a su casa don Luis y lo primero que preguntó fue por Jerónimo, a quien todos llamaban por el diminutivo cariñoso de Jeromín. Doña Magdalena le explicó cómo le cuidaba y el amor que había puesto en él ya que, por no tener descendencia, le consideraba como un hijo. Contento quedó don Luis y al pasar el tiempo acaeció que habiéndose incendiado la parte de la casa en que habitaba, don Luis se lanzo entre las llamas para salvar primero a Jeromín y luego a su esposa.

Arreciaron en el pueblo las habladurías que atribuían la paternidad del niño a don Luis, pero como no llegaron a oídos de los señores y como doña Magdalena, de saberlo, hubiera hecho caso omiso de ellas, las cosas siguieron como estaban.

Pasaron cinco años y en septiembre de 1559 llegaba a España el rey Felipe II después de una ausencia de cinco años. El día 28 del mismo mes mandó el rey a Quijada que se reuniese con él en el monte de Torozos y que llevase a Jerónimo con él. Así lo hizo don Luis y, acompañado del pequeño, llegó al lugar indicado.

Dirigiéndose al niño le dijo: «—Alegraos, Jerónimo, y no os alborote esto (...) Ese gran señqr que veis allí, es el rey; el otro el duque de Alba (...) No os alborotéis, digo; porque quiéreos muy bien y piensa haceros mercedes.»

En eso el rey hizo signo a Quijada para que se reuniese con él y quedó Jeromín solo con el duque de Alba. Éste hacíale preguntas a las que contestaba el niño con respeto pero sin ninguna cortedad.

«Mientras tanto informábase don Felipe detalladamente de Luis Quijada sobre el carácter y cualidades de Jeromín y confiábale y sometía a su consejo los planes que sobre él tenía formados. »

Duró más de una hora esta plática que sostuvieron el rey y Luis Quijada, paseando a la sombra de las encinas atalayas, y cuando salieron ambos al claro del monte, ni la perspicacia de cortesano tan fino como el duque de Alba hubiera podido descifrar en aquellos rostros impasibles lo que entre ellos había mediado.

Al acercarse al grupo que Jeromín y el duque formaban, dijo el rey a Luis Quijada: »—Fuerza será agora quitar la venda al muchacho.

«Dirigióle entonces a Jeromín otras muchas preguntas muy afables y aun chanceras, y como quien recuerda algo de repente, díjole muy cariñoso:

»—Y a todo esto, señor labradorcillo, no me habéis dicho aún vuestro nombre.

»—Jerónimo —respondió el muchacho.

»—Gran santo fue; pero preciso será mudároslo (...) ¿Y sabéis quién fue vuestro padre?

«Enrojeció Jeromín hasta el blanco de los ojos, y alzólos hacia el rey entre llorosos e indignados, porque le pareció afrenta no tener respuesta que darle. Mas conmovido entonces don Felipe, púsole una mano en el hombro, y con sencilla majestad le dijo:

»—Pues buen ánimo, niño mío, que yo he de decíroslo (...) El emperador, mi señor y padre, lo fue también vuestro, y por eso yo os reconozco y amo como a hermano.

» Y abrazóle tiernamente sin más testigos que Luis Quijada y el duque de Alba.»

Jeromín se llamó desde entonces don Juan de Austria y con ese nombre ha pasado a la posteridad.

Los párrafos entrecomillados pertenecen a la obra citada del padre Coloma, que podía haber sido superada en lo erudito por la moderna historiografía pero no en amenidad y galanura literaria.

Carlos Fisas 

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