miércoles, 13 de junio de 2018

La venganza de Ribalta - Valencia


Cuando en 1599 Francisco Ribalta llega a Valencia desde Madrid con el equipaje cultural que le había reportado la proximidad a la corte, las obras del Colegio del Patriarca andaban ya muy avanzadas. Arquitectos, ceramistas, fundidores, orfebres y carpinteros contribuían con sus quehaceres a que el edificio y el interior reunieran el boato y la dignidad que hoy todavía puede apreciarse en tan señera fundación valenciana.
Apenas contaba treinta años y era un maestro, como testimonian las pinturas de la iglesia de San Jaime Apóstol de Algemesí, pueblo donde residió algún tiempo. Requerido un día por el arzobispo de Valencia don Juan de Ribera, conocedor de su maestría, trasladóse Ribalta a la ciudad, alquilando un estudio a la sombra de las Torres de Quart para acometer el comprometido encargo de realizar el retablo mayor de la Capilla del Corpus Christi. El marqués de Malpica y Lope de Vega, amigo personal del artista, tal vez fueran sus mejores valedores ante el prelado, que acertó solicitándole el trabajo: una Santa Cena naturalista, sobria, dotada de unos matices cromáticos en los que la conjugación de luces y sombras le otor-
valencianos quedaron maravillados, tanto que hasta oídos de Prada llegó la noticia de que el bíblico traidor era idéntico a él, circunstancia que le reportaba continuos soponcios debidos a las bromas de las que era blanco por parte de amigos, parientes y clientela habitual.
—-Judas, ¿si te cuento un secreto me venderás? —le decían algunos compadres suyos.
—Todo menos ahorcarte ,;eh? —le aconsejaba la familia.
—Oye, Iscariote, no vayas a cobrarme treinta dineros por el remiendo.
Aquello era un suplicio que casi lo desquicia. Ximo Prada. con el nombre perdido y la moral en los talones, personóse entonces ante don Juan de Ribera, rogándole que obligara al pintor a borrar la jeta maldita y sustituirla por otra que no mancillase su honra. El arzobispo prometió disuadir a Rhalta de ello, pero sin éxito.
—Monseñor —dijo don Francisco—, ¿acaso pretendéis que estropee el cuadro, la cara que pinte con mayor pasión y que l.i gente considera una auténtica obra maestra? Fijaos bien. No hay otra como ella ni siquiera la vuestra, que es espléndida, observad. Tiene duende, una expresividad soberbia. Aunque intentara mejorarla no lo lograría porque lo concebí en un momento mágico, irrepetible.
Don Juan de Ribera mandó llamar a Ximo Prada para comunicarle que cualquier modificación arruinaría el retablo.
—Dice, hijo mío, y yo lo rubrico, que todo el mundo alaba singularmente la figura de Judas. Al marqués de Malpica, a Lope de Vega y hasta el rey Felipe, personalidades cultas y entendidas en arte, les fascinó...
—¿De veras?
—Ven y compruébalo tú mismo —dijo el arzobispo, conduciéndolo frente al cuadro.
Ximo sentíase de pronto enardecido. Tanto elogio lo envanecía. Si aún pasaré a la historia..., pensaba, observando la pintura con los ojillos entornados.
—No obstante —apuntó monseñor—, ya que Ribalta no cede, se me ocurre que debes ser indemnizado de algún modo. Tal vez, percibiendo una pensión vitalicia de cinco reales diarios...
Ximo dio respingo.
—¿Cinco reales diarios?
—Sí. Has entendido bien.
El artesano, fingiendo primero dudas y reparos, a la postre, dijo displicente:
—Bueno, si la fama y el prestigio de la capilla exigen ese sacrificio... me conformaré.
Seis meses después, el taller del zapatero remendón desapareció. Su propietario había abierto un establecimiento nuevo en el centro de la ciudad. Sobre el dintel de la puerta, un rótulo cerámico, primorosamente enmarcado, rezaba: Iscariote. Sabates de luxe. Allí, cuentan, se calzaron, durante años, las familias valencianas de postín. Peor le fue a Judas.

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