lunes, 28 de octubre de 2019

La calpina que evitó La catástrofe


Sucedió hace algún tiempo, cuando los moriscos aún habitaban por estas tierras, que a las afueras de la costera villa de Calp vivían un humilde leñador, llamado Antón, y su hermosa y joven hija, Isabel, por todos adorada en el pueblo. No tenían más que una modesta casa, con lo necesario para vivir el día a día y, aun así, desprendían felicidad allá a donde iban, pues, pese a sus simples ropajes, eran por todos queridos y respetados.
Eran tiempos de amenaza berberisca y, por tal motivo, la costa del Reino, de norte a sur, estaba flanqueada por numerosas torres vigía (o atalayas). Una de las que había en Calp se encontraba en el castigado extremo sureste del peñón de Ifach, expuesta a los vientos marinos y a las inclemencias de tan escarpada orografía, de muy difícil acceso para el enemigo. Aún no existía el túnel que hoy conocemos (excavado por Vicente París en el año 1919), por lo que, para llegar a la atalaya, había que trepar por una complicada angostura vertical, con la ayuda de varias cuerdas.
Los hermanos Jorge y Pedro eran los atalayadores (o torreros) quienes, desde hacía pocos meses, estaban al mando de la torre. El primero era pelirrojo, corpulento y rudo, lo contrario al otro, Pedro, quien era moreno, enclenque y algo medroso. Procedían de Castilla y, bien por sus apariencias o bien por sus formas, no despertaban muchas simpatías entre los calpinos.
Jorge, para quien no había pasado desapercibida la joven Isabel, se plantó un buen día frente a la puerta de esta, asegurando con malos modales que, más pronto que tarde, se casaría con ella, pese a no ser correspondido. El rudo torrero sabía que Isabel andaba en amoríos con un joven pescador llamado Juanillo, quien, según Jorge, había dado la falsa noticia que todos comentaban en el pueblo: los pescadores habían visto, la noche pasada, una embarcación sospechosa cruzar la bahía, aunque los atalayadores no habían dado el pertinente aviso de alarma, pues no encendieron fuego alguno.
Resultó que los hermanos torreros simpatizaban con un morisco de la población, llamado Ben-Kófar, pues el converso les prometía sacos de oro a cambio de no dar aviso frente a un desembarco e, incursión, que tendría lugar la noche siguiente. Tras el saqueo, los hermanos partirían con los berberiscos, a bordo de sus naves, ya que en Calp solo les esperaría la horca. Pero el terco Jorge no se iría de allí sin su particular capricho: Isabel.
Esa misma noche secuestraron a la joven, sacándola a rastras de su propia casa. Por fortuna, Juanillo, quien había recibido escasas horas antes la bendición de Antón para tomar a su hija en matrimonio, se encontraba a pocos metros de la casa, durmiendo al raso. Los gritos de auxilio de su amada le despertaron y, tras comprobar que habían herido a Antón, salió en su búsqueda siguiendo las huellas de sus captores.
Cuando llegó al peñón comprobó que las cuerdas habían sido quitadas, por lo que permaneció largo rato pensando de qué manera podía subir a la atalaya. Mientras tanto, en esta, los hermanos celebraban el buen resultado de su hazaña, ignorando que Juanillo se las ingeniaría para rescatar a su prometida. Ante la duda de Pedro, sobre si habían quitado las cuerdas o no, dejaron a la joven en la cabaña, junto a un pequeño hogar, y se dirigieron a la angostura. Al rato Pedro regresó, solo y alterado: había arrojado a su hermano al vacío y la joven sería, ahora, solo suya.
Juanillo, quien ya se encontraba en lo alto del peñón tras hacerse a la mar con una pequeña barca y dejarse las manos en carne viva tras escalar las afiladas rocas, corrió a toda prisa hacia la cabaña, la cual comenzaba a convertirse en una bola de fuego. Isabel provocó tal situación, pues avistó tres galeotas berberiscas en el horizonte y, tras un violento forcejeo con Pedro, consiguió hacerse con una tea, la cual lanzó contra la pared de madera. Afortunadamente, cuando Juanillo llegó a la cabaña, la incendiada puerta cedió ante sus golpes, rescató a la joven y, al momento, el tejado cedió, atrapando al fratricida entre los escombros.
En Calp, alertados por el fuerte fuego de Ifach, se encontraban fuertemente preparados para repeler el desembarco, aunque tal enfrentamiento no fue necesario, pues los piratas argelinos dieron media vuelta al avistar lo mismo: fuego en la atalaya.
La joven Isabel, quien antes de los hechos ya era querida por los calpinos, lo fue más, si cabe, desde el día en que salvó a la villa de ser saqueada por los piratas, quienes no volvieron a aparecer por la bahía de la apacible localidad pesquera.

Sendas y Leyendas

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