miércoles, 27 de febrero de 2019

Otilia Paredes - San Mamede de Beiras

Otilia Paredes, era una sabia de la aldea de San Mamede de Beiras, eficaz «arresponsadora», muy sabia en todo lo que toca al mal de ojo, y llamada para que opinase, cuando un vecino estaba enfermo, si la dolencia que tenía era de médico o no. Vendía alias machos, y pelos santos, que se los facilitaba un peluquero de Santiago de Compostela, tonsurador del clero. Metía los pelos santos en bolsitas de tela, en las que bordaba una cruz. También se decía que veía las ánimas aun antes de que abandonasen los cuerpos que habitaban en este mundo terrenal. Un día vino a visitarla un hombre de una aldea vecina.
—Pues, señora Otilia, en el cruce de Sandias, cuando volvía de la feria de Boimorto, me salió una sombra. —¿Por la derecha o por la izquierda? —Por la derecha. Sentí un soplo frío en la cara, y luego se me puso delante. Era como niebla, muy blanca. Me santigüé, pero como si nada. No se movió de donde estaba. Entonces le pregunté si era hombre o mujer, y si le debía algo. En aquel momento llegó con los faros encendidos el coche de Damián, el de los cerdos, y la sombra se fue. Pero desde aquella noche, me pasan cosas. Llaman a la puerta de mi casa, salgo a abrir y no veo a nadie, y me voy a meter en la cama, y la encuentro abierta y deshecha, como si alguien hubiera dormido en ella.
Según la sabia, lo que pasaba era que, en un momento de su vida, el consultante había dejado de cumplir una promesa grave, y ahora venían a reclamarle. El consultante juró que no debía ni una peseta a nadie, que nunca había tenido un pleito, y que siempre había sido puntual en sus obligaciones. Salvo, quizás, una vez... Meneó la cabeza, sorprendido de que no se le hubiera ocurrido antes ello.
—Fue- en Vicálvaro, haciendo el servicio militar. Deje embarazada a la sobrina de un sargento de Pavía, pero me licenciaron a tiempo, y aunque ella me escribió y vino a verme a Ordenes un capellán castrense, yo hice aquí mi vida.
La sabia fue al cruce de Sandias y convocó a la sombra, metiéndose antes en un círculo santiguado. La sombra apareció, larga y blanca.
—¿Preguntas por Secundino Folgoso García?
Y la sombra, confesada en forma, confesó que no preguntaba por Secundino Folgoso propiamente, sino por un sobrino suyo, que no sabía donde paraba y que igual que había hecho su tío con la de Vicálvaro, la había dejado a ella embarazada en Segovia. Maña que se daban estos Folgoso con las castellanas, lo que no es tan fácil. El Folgoso, tranquilizado, le dio a la sabia la dirección de su sobrino, que estaba trabajando en Alemania de electricista, y la sabia le pasó la dirección a la sombra, que no volvió a aparecer por allí. Pero el Secundino Folgoso tío, que había quedado viudo y sin hijos de una del país, comenzó a pensar en la de Vicálvaro y en el fruto de aquellos amores, y un buen día, en septiembre, después de recoger las patatas y antes del vareo de las castañas, se fue a Madrid, donde tenía un primo panadero. Buscaron al sargento, que ya era teniente retirado, y dieron con la sobrina, que era pantalonera en un taller de confección, y aún estaba de buen ver. El hijo iba por los dieciocho años, estaba empleado en un restaurante y tocaba el clarinete. Hubo lágrimas y perdones, y Fulgencio volvió casado y con hijo a la aldea. Folgoso le dio dinero al hijo para que, con otros amigos músicos, montase una orquesta.
—La primera serenata —le dijo al hijo—, hay que dársela a la señora Otilia Paredes.
Asistió toda la aldea, y la sabia convidó con una botella de anís.

(Alvaro Cunqueiro)

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