En la falda de Monte Aramo se levantaba el palacio de Vianeglio, gobernador de los astures. Era en el tiempo en que la fe cristiana iba triunfando sobre el paganismo y se extendía rápidamente, no sólo en la urbe romana, sino por toda la vasta extensión del imperio. Vianeglio tenía una hija muy bella y de excelentes condiciones morales. Trataba a los naturales del país con dulzura y amabilidad, y ellos le correspondían obsequiándola a menudo con los productos de sus feraces tierras.
La hija del gobernador había tomado especial cariño a una de sus esclavas. Más que como tal, consideraba a la joven sirvienta como una amiga y confidente; lo cual hacía que todos la tratasen con respeto; pues sabían que era la preferida de la hija del gobernador hacía mucho tiempo, desde la niñez de su dueña. Incluso la había acompañado cuando había ido a Roma y la había cuidado en su estancia en la ciudad imperial y durante el largo y penoso viaje.
De nuevo en tierra asturiana, la amistad y cariño de la hija de Vianeglio hacia la esclava se hizo más estrecha. Un día estaba en el jardín, junto a una fuentecilla que manaba agua. La joven señora había observado que desde la vuelta de Roma su esclava había adoptado algunas costumbres extrañas. Alguna vez, a la salida del sol, la había oído recitar unas palabras bellas; le había preguntado de qué poeta eran, y la esclava había rehuido la respuesta, un poco confusa. Había visto también, en las paredes de su cámara, pintadas algunas raras inscripciones: líneas cruzadas, peces, alfas y omegas. Todo esto recordó a la joven lo que había oído en Roma sobre una secta muy perseguida, que adoraba a un judío muerto por no sabía qué intrigas en Jerusalén. Y esa tarde quiso saber más y le preguntó si era cristiana.
La esclava bajó el rostro, confusa; pero después dijo a su señora: «Soy cristiana y desearía hablaros sobre esta fe, porque os amo y quiero que os salvéis». La muchacha dijo que podía hablar, y la esclava la inició en los misterios de la religión. Parecía como si el cielo hubiera iluminado a la tosca sirvienta, prestando un calor extraordinario a sus palabras; éstas penetraron en el alma de la señora y encendieron su entusiasmo. Más tarde llegó a instruirse en todo lo necesario para ser catecúmena y asistió a las misas que celebraba un esclavo manumitido que había estado en Roma y que había sido hecho sacerdote. Al santo sacrificio asistían otros esclavos y aun legionarios de las centurias que estaban a las órdenes del gobernador.
Había entre los siervos del palacio uno que había amado en vano a la esclava de la hija de Vianeglio. Algunas veces, cuando ésta salía de las termas y quedaban los esclavos solos y empezaban a celebrar sus fiestas, el siervo de que hablamos había asediado a la esclava, e incluso había querido obtener de ella por la violencia lo que de grado le fuera negado. Y sabido esto por el jefe de los esclavos, fue castigado con algunos azotes el atrevimiento de quien había puesto la mano en la preferida de la «domina». Desde entonces, la mente del esclavo sólo pensó en tomar venganza. Así que, habiendo sospechado algo de lo que ocurría, logró averiguar el sitio en donde se celebraban las misas y reuniones de los que secretamente seguían la fe de Cristo. Y un día, oculto, pudo presenciar el bautizo de la «domina». Lleno de alegría, corrió al palacio y pidió hablar con el gobernador. Éste no quiso recibirle; mas habiendo insistido tanto el esclavo en la importancia de lo que había de comunicar, fue introducido al fin. Cuando llegó al tri-clinio donde se hallaba Vianeglio, se echó al suelo y dijo: «Señor, vengo a comunicaros una mala nueva. Vuestra hija es infiel a los dioses y practica la fe de los cristianos, contra los que tan rigurosos se muestran todos los gobernadores vecinos. Yo mismo he visto cómo, arrodillada, uno de vuestros siervos le echaba el agua que la hacía cristiana». El gobernador palideció y ordenó al esclavo que le diera más detalles. Pero mientras tanto, un legionario que estaba en la estancia salió con el pretexto de encontrarse enfermo y fue rápidamente a avisar a la doncella del peligro en que se hallaba. Efectivamente, Vianeglio fue él mismo a buscar a su hija; pero cuando llegó a las habitaciones de ésta, vio que había huido, acompañada de su esclava.
Dio inmediatas órdenes para que saliera un grupo de soldados en persecución de las fugitivas, y él en persona quiso ponerse al frente de los soldados. Fueron siguiendo el camino que juzgaban habrían tomado, y preguntando a los campesinos, bajo pena de muerte, para que dijeran si habían visto a las jóvenes. Los informes los guiaron hasta una loma alta del mismo monte Aramo, y allí buscaron inútilmente. Pero uno de los perros que habían llevado para rastrear se dirigió, ladrando, hacia una cueva. Penetraron en ella, y en el fondo vieron a las dos muchachas que se abrazaban aterrorizadas. El gobernador les ordenó que salieran; pero ellas se negaron. Y Vianeglio, enfurecido, cogió un venablo y, lanzándolo contra ambas, las traspasó.
En el momento en que las dos muchachas caían, una nubecilla las cubrió, y cuando se disipó, se vio que sólo había, en lugar de los cuerpos ensangrentados, dos palomas blanquísimas, que levantaron el vuelo, saliendo de la cueva hacia el cielo. Al pasar por encima del gobernador, una de ellas rozó con su ala una enorme roca, que se desprendió con gran estruendo, aplastándole, lo mismo que a los soldados que le acompañaban.
Y desde entonces aquella cueva se llamó la cueva Columbaria.
(Vicente García de Diego)
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