Con este nombre designa el pueblo de Segovia una de las salas del hermoso Alcázar, orgullo de la ciudad. Sobre el origen de tal designación corre la siguiente leyenda: Regía los destinos de España aquel rey de grandes luces en la ciencia y breves y desdichados sucesos en la política y gobernación del reino. Alfonso X el Sabio visitaba Segovia hacia los años 1260. El pueblo se hacía lenguas de la gran sabiduría de su señor, cosa que ya por entonces se había hecho proverbial. Por las calles soleadas, después de comer, solían reunirse grupos de vecinos que comentaban las nuevas venidas no se sabe cómo, o contaban historias relativas al rey, cuya presencia había conmovido a todos, chicos y grandes.
«Os digo que lo sé de buena tinta. Me lo ha dicho la Mari Pérez, que va a llevar las verduras al Alcázar. Ella lo oyó de labios de un paje», decía una vieja. «Mas no lo creo, tía -contestaba una robusta moza-; ¡tan gran blasfemia en labios de un rey tan piadoso!» Al oír la palabra «blasfemia», un fraile que por allí pasaba se detuvo y, dirigiéndose a las mujeres, les dijo: «¡Qué habláis vosotras de blasfemia! Callad las lenguas, y no habléis de esas cosas, si no queréis que os castigue Dios». «Pero, fray Antonio -contestó la más decidida, si vos también tenéis que saberlo. Se dice y asegura que nuestro señor y rey Alfonso es tan gran sabidor de las cosas del cielo y de la tierra, que ha dicho en varias ocasiones que si al hacer el mundo Dios le hubiese preguntado su parecer, él lo habría ordenado de muy otra manera.» «¡Válgame la Santa Virgen! ¿Es posible esto?-exclamó escandalizado el religioso-. No creo que ello sea cierto, pero voy a seguir el camino más derecho para enterarme.» Quedaron asombradas las buenas mujeres, y él se dirigió al Alcázar; y llegado allí pidió ser recibido en audiencia por el rey.
La fama de fray Antonio de Segovia era grande, y así, fue introducido sin demora hasta la estancia en donde el rey, con su astrolabio recién traído de Córdoba, estaba entretenido. «Dios os guarde, fray Antonio -le dijo—, ¿qué os trae por aquí?» «Señor -contestó el fraile-, una mala especie que corre por ahí os atribuye una terrible blasfemia contra el Altísimo.» Y a continuación le contó lo que había oído, suplicándole que si era cierto, se confesase de tan gran pecado.
El rey, que lo había oído, acariciando el astrolabio, exclamó, lleno de indignación: «¡Ah frailezuco!, ¿a tu señor te atreves? No sois vos quién para venir a exigirme cuentas de lo que he dicho ni lo que he dejado de decir. Yo sé del orden de los mundos, y tú apenas del rezo de tu breviario». Y con estas y otras indignadas imprecaciones lo despidió de su presencia. El pobre fraile salió muy entristecido.
Mas apenas se había alejado del Alcázar, cuando unos oscuros nubarrones cubrieron el cielo. Saltó un relámpago y se desencadenó una terrible tormenta. La lluvia batía feroz los tejados de las casas y las calles; las estrellas caían entre terribles estallidos, y nadie recordaba una tormenta tan espantosa. En el Alcázar estaba Alfonso en la cámara de su esposa, quien temerosa de Dios, rezaba. De pronto un rayo, que hendió como una gigantesca espada de fuego el techo del Alcázar, penetró en la cámara real, destrozando algunos muebles, mas dejando ilesas a las reales personas. Alfonso comprendió claramente que la tormenta y el rayo habían sido un castigo y un aviso de la divinidad, y envió, presuroso y arrepentido, a uno de sus criados a buscar al pobre fraile a quien tan duramente tratara unas horas antes. Y al presentarse fray Antonio, se echó a sus pies, pidiendo que le oyera en confesión. Entonces la tormenta se desvaneció, quedando limpio el cielo y tranquilos los segovianos.
Más tarde se restauró la estancia real, que había quedado ennegrecida, y como recuerdo del fraile, que era franciscano, se puso en torno de la bóveda el cordón de san Francisco, que quedó allí durante mucho tiempo.
Y tal es la razón por la que esa estancia recibió el nombre de sala del Cordón. Tal lo cuentan aún los segovianos.
(Vicente García de Diego)
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