miércoles, 26 de abril de 2017

Bosques de la Serra do Courel - Lugo

La sierra do Courel ha tenido que formarse en un inspirado momento de locura morfológica por parte de los elementos que componen la corteza terrestre. En un paisaje imperfecto, casi roto, estos valles y montañas se encuentran descolocados en un laberinto de barrancos afilados entre el cielo y la tierra. Lugares de acceso tan complicado que obligan a pensar en épocas pasadas, cuando no existían el asfalto ni las carreteras, en otros momentos de soledad y lejanía. No obstante, y a pesar de lo inabordable del terreno, hay huellas y vestigios muy notables de los romanos por todos los relieves de la sierra. Del viejo imperio de los cesares quedan restos en forma de minas de oro, por supuesto abandonadas hace muchos siglos, acueductos y puentes. Y también hay en algunos oteros piedras que colocaron los celtas para formar sus castros y fortalezas. La inaccesible comarca do Courel se ha mantenido prácticamente aislada durante mucho tiempo de las grandes vías de comunicación. Este olvido por parte del
mundo exterior no ha evitado que sus montañas sufrieran la misma deforestación que las diferentes circunstancias de la historia han producido en todas las montañas españolas. Desde aquellos romanos talando árboles para alimentar su industria minera — que fue muy próspera en toda la región, incluyendo el resto de montes y valles bercianos— hasta los propios habitantes actuales, que prefieren terreno de pasto para sus ganados a zonas boscosas que para ellos sólo producen sombra y constituyen un obstáculo para las vacas. De esta manera los abundantes hayedos de otras épocas han disminuido hasta limitarse a pequeñas manchas en laderas y rincones sombríos y húmedos de los valles. Por el contrario el castaño, un árbol tradicionalmente amigo del hombre del ámbito rural porque proporciona alimento para él y sus animales, ha mantenido su presencia, engordando y creciendo durante siglos alrededor de los pueblos do Courel. La abundancia de castañares en todos los barrancos, alrededor de pueblos y caseríos, colgados de las laderas de las montañas y en los perfiles de las aristas rocosas, crea curiosas siluetas al atardecer. Estas masas boscosas ofrecen al viajero en otoño un espectáculo único y alucinante. Las pequeñas parcelas de pasto verde son islas desperdigadas en un oleaje de colores rojos, dorados y anaranjados. Y en el sitio preciso, asomándose con tímida presencia entre las copas marchitadas de los castaños, aparecen los tejados negros de pizarra de unos pueblos con tanta personalidad como las montañas y los bosques que los cobijan.

(Juan José Alonso)

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