viernes, 21 de abril de 2017

El entierro de la Duquesa de Lerma

El día 10 de junio de 1603 pasaba por las calles de Valladolid un entierro que se dirigía desde el convento de padres dominicos de Belén a la iglesia de San Pablo. La noche anterior había llegado el ataúd de Buitrago, y ahora iban a su lado los representantes de todas las órdenes del clero, del cabildo de la ciudad y, tras ellos, vestido de pontifical, el obispo de Valladolid seguido de los presidentes y miembros de los Consejos, los grandes de España, el arzobispo de Zaragoza y el cardenal de Toledo.
¿Quién iba dentro de aquel ataúd?
Sólo unos ladrillos cuyo peso correspondía aproximadamente al del cadáver de la duquesa de Lerma, la cual había ocupado el féretro la noche anterior, siete días después de su fallecimiento. Las discusiones sobre si la enterraban en Medinaceli —como ella había deseado— o en Valladolid — como al duque le convenía— fueron muy largas, el camino de Buitrago a Valladolid muy penoso y, al llegar al convento de Belén, el cadáver despedía un hedor tal que fue preciso enterrarlo aquella misma noche.
Pero el duque de Lerma no podía renunciar a la pompa y el boato de que, por lo menos el ataúd, pasara por las calles de la capital de España, seguido de dignidades, potestades y grandezas.
¿Quién era aquel duque de Lerma? Era aquel Francisco Gómez de Sandoval, marqués de Denia, antiguo caballerizo mayor del príncipe Felipe y en aquel momento, por la gracia del rey Felipe el Bueno, convertido en privado máximo a la antigua usanza de lo que habían hecho con sus validos Juan II y Enrique IV de Castilla.
Aquellos ladrillos que ocupaban el ataúd eran un símbolo de lo que había dentro de las cabezas del valido y sus acompañantes. Es muy preciso tenerlo en cuenta antes de enjuiciar la vida de Felipe III, sus hijos y su nieto.

(Carlos Fisas)

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