domingo, 28 de enero de 2018

El legado del moro - Granada

Era Perejil un gallego fuerte, aguador de oficio, que se ganaba la vida vendiendo el agua fresca que sacaba de un pozo de la Alhambra. Tenía aire jovial y un buen fondo-, pero no era feliz, pues le había tocado una mujer holgazana y descuidada, y además tenía una caterva de hijos harapientos, que lo asediaban como una nidada de gorriones.
En uno de sus viajes al pozo, para ganarse unas monedas, encontró, sentado en un banco de piedra, junto al brocal, a un moro desfallecido, el cual le pidió que en lugar de bajar los cántaros de agua en el borrico, que le bajase a él y le pagaría doble de lo que pudiera ganar con el agua.
Compadecido, Perejil aceptó, diciéndole que no quería recompensa alguna. Al llegar a Granada, preguntó al moro adonde lo llevaba, y éste contestó que no tenía casa ni conocidos y que le pagaría con creces si lo llevaba a su casa. El bueno de Perejil, al verlo en tan extremado apuro, lo condujo a su choza. La mujer protestó, por las consecuencias que tendría para ellos alojar en su casa un huésped perseguido por infiel.
El aguador era duro de cabeza y no quiso someterse a lo que dijo su mujer. Colocó al moro en la parte más fresca de su casa y le dio por cama una estera y una zalea.
Aquella noche un fuerte ataque puso en peligro la vida del moro. Cuando recobró el conocimiento, con voz desfallecida dijo a Perejil que temía morir, y en agradecimiento a lo que había hecho por él, le dejaba una cajita de sándalo que llevaba atada a su cuerpo con una correa. Se repitieron las convulsiones, cada vez más violentas, hasta que al fin el moro expiró.
El aguador y su mujer estaban tristes, pensando que la gente los trataría de asesinos cuando encontrasen al muerto en su casa y que pagarían con la horca la obra de caridad que habían hecho con el moro.
Perejil tuvo una idea. Era de noche; podía sacar el cadáver envuelto en la estera y enterrarlo a orillas del Genil. Nadie había visto entrar al moro en casa y nadie tendría noticias de su muerte.
Dicho y hecho. Su mujer le ayudó a envolver el cadáver en la estera y a cargarlo sobre el asno. Pero la fatalidad quiso que viviera enfrente del aguador un barbero llamado Pedrillo, chismoso y charlatán, que vio entrar aquella noche en casa de Perejil a éste con un hombre vestido de moro.
Por un ventanillo que le servía de mirilla estuvo observando toda la noche la luz que se filtraba por los resquicios de la puerta de su vecino, y antes de amanecer vio que Perejil salía con su jumento, cargado de un modo muy raro. Siguió al aguador a cierta distancia, hasta que vio que se detenía a cavar una fosa, a orillas del Genil, para enterrar un bulto que parecía un cadáver.
El barbero volvió a su casa, y cuando se hizo de día cogió la bacía debajo del brazo y se dirigió a casa del alcalde, que era su cliente de todos los días, y mientras le rasuraba, le contó lo que había visto, afirmando que Perejil, el gallego, había dado muerte a un moro que tenía en su casa y lo había enterrado aquella misma noche.
El alcalde era el hombre más despótico y avariento de Granada. Examinó el caso desde el punto de vista de robo con asesinato; el botín sería grande y lo importante era que pasara a manos de la Justicia. Perejil iría a la horca. Con esta idea llamó al alguacil, hombre flaco, vestido a la antigua usanza española, con un gran sombrero negro, gorguera alechugada, una capa negra que le caía de los hombros, traje negro y una vara lisa, insignia de su autoridad. Ante su presencia le dio orden de echar el guante al pobre Perejil. No tardó en cumplirla, pues poco después comparecía ante el alcalde el acusado con su borrico. Con aspecto ceñudo y voz dura, le dijo que sólo con el patíbulo se pagaba el crimen que había cometido; pero que era caritativo con él y se hacía cargo de que el muerto en su casa era un moro, un infiel, y por ser enemigo de su religión, en un arrebato, lo había matado.
-Echemos tierra al asunto -dijo- y entrega lo que has robado.
El pobre aguador, asustado, contó lo ocurrido con el moro enfermo. Pero fue inútil. El alcalde se obstinaba en que el moro tendría joyas, a lo que contestó Perejil que sólo le había dejado una caja de sándalo en pago a sus servicios.
-¿Dónde está esa caja? -inquirió el alcalde.
-En uno de los cestos de mi borrico -contestó el aguador.
Inmediatamente vino el alguacil con la caja de sándalo. El alcalde, con mano temblorosa y ojos de codicia, abrió la caja y no encontró más que un rollo de pergamino lleno de caracteres arábigos y un cabo de vela.
Convencido de que no había botín, escuchó las explicaciones del aguador, y, en vista de su inocencia, le dejó en libertad, pero se quedó con el burro. Desde entonces el desgraciado gallego subía y bajaba desde la fuente de la Alhambra con el cántaro al hombro y tenía que soportar las injurias de su esposa, que le echaba en cara el no haberla obedecido.
Un día en que, a causa de estas riñas, se enfureció el desgraciado Perejil, agarró la caja de sándalo y la estrelló contra el suelo. La caja, al caer, se abrió y de ella salió un rollo de pergamino. Lo cogió, se lo metió en el bolsillo y se fue a la tienda de un moro de Tánger, pidiéndole que le explicara el significado de aquél. El moro le respondió que servía para rescatar tesoros escondidos bajo el poder de algún encantamiento.
Pronto se enteró Perejil de que, según la leyenda, bajo la torre de Siete Suelos había grandes tesoros, y se lo comunicó al moro. Éste no había podido enterarse por completo del significado del pergamino, puesto que había que leerlo a la luz de una vela especial, que al fin se encontró en la caja de sándalo.
Aquella misma noche, a las doce, fueron a la torre. Al oír las campanadas, encendieron el cabo de vela y el moro empezó a leer el pergamino. Apenas terminó de leerlo, se produjo un ruido subterráneo y el suelo se abrió, dejando al descubierto un tramo de escalones. Bajaron temblando y vieron bajo una gran bóveda un arca custodiada por dos moros inmóviles, como encantados. Ante ellos había enormes montones de monedas de oro. En cuanto las vieron empezaron a llenarse los bolsillos; pero de pronto un gran ruido se dejó oír y el moro y Perejil echaron a correr, despavoridos, no parando hasta llegar afuera.
Ya más tranquilos, se sentaron en el suelo, y decidieron no contar a nadie lo ocurrido y volver a la noche siguiente por más dinero.
Al llegar a su casa, la mujer se le quejó por su tardanza, y entonces Perejil no pudo menos de contarle lo ocurrido. La mujer se echó al cuello de su marido, loca de alegría. Aprovechó esto Perejil para decirle que no volviera en su vida a reñirle por ayudar a un semejante en la desgracia.
Al otro día, con el dinero que su marido había traído, se apresuró la mujer a comprar ropas y alimentos, de los que estaban tan necesitados, y éste, a su vez, vendió algunas monedas de oro a un joyero, que las calificó de extraordinarias, ya que eran de purísimo oro y con inscripción árabe.
Todo el vecindario se hacía lenguas del cambio operado en la familia de Perejil. De pobres y miserables habían pasado a ser unos burgueses acomodados.
Un día una vecina que fue a casa de Perejil vio sobre una mesa un gran montón de oro. La sospecha nació en ella y le faltó tiempo para ir a contar al alcalde que en casa del desgraciado Perejil había visto mucho oro, y que sin duda tenía que haber sido robado de algún sitio.
El alcalde, sin perder un momento, envió a la Justicia en busca de Perejil. Éste no tuvo más remedio que contarle lo ocurrido. En cuanto lo supo el alcalde, que era muy ambicioso, decidió visitar los sótanos de la torre.
De nuevo todo ocurrió como la noche anterior. El alcalde, el barbero, el aguador y el moro salieron de aquellos sótanos cargados de oro. Una vez arriba, el alcalde quiso bajar de nuevo para subir el cofre-Perejil y el moro se opusieron; pero al alcalde no hubo quien le convenciera y bajó otra vez acompañado del barbero. No habían pasado unos minutos desde que se habían internado bajo tierra, cuando ésta, de repente, se cerró, quedando enterrados bajo la gran torre de los Siete Suelos.
En cuanto a Perejil y el moro, vivieron felices, disfrutando de las riquezas sacadas de esta encantada torre.

(Vicente García de Diego)

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