La luminosa ría de Gernika es atractiva en cualquier momento, época o condición climatológica, incluso durante las tormentas marinas, cuando el cielo parece caer sobre la boca de la ría y amparado por su propia oscuridad pretende absorber la energía del brazo de mar y a los indefensos seres que revolotean en sus revueltas aguas.
En esta ocasión buscamos lugares y situaciones donde de alguna manera se produce la comunión especial y sugerente entre el ser humano y el mundo vegetal de los bosques. Para encontrar ese momento en la ría de Gernika es mejor esperar a la marca baja, entrar a pie y sin prisas en la arena húmeda por la playa de Laida y remontar la ría hasta su cabecera entre barcas varadas y buscadores de ostras y almejas. Caminar por el lecho marino entre las murallas vegetales que escoltan la ría, dejando unas huellas profundas que en pocas horas serán comidas por las despiadadas aguas de la pleamar, permite contemplar un espacio que durante horas está cubierto de agua y reservado únicamente a los marineros y a las aves acuáticas, un espacio de arena mojada imposible de dimensionar a primera vista. La única manera de calcular las distancias y los tamaños es caminando, sólo andando por el efímero suelo arenoso que pronto será agua marina se puede llegar hasta las cepas de los robles que también conviven con la ría y forman parte de su espíritu.
En esta ocasión buscamos lugares y situaciones donde de alguna manera se produce la comunión especial y sugerente entre el ser humano y el mundo vegetal de los bosques. Para encontrar ese momento en la ría de Gernika es mejor esperar a la marca baja, entrar a pie y sin prisas en la arena húmeda por la playa de Laida y remontar la ría hasta su cabecera entre barcas varadas y buscadores de ostras y almejas. Caminar por el lecho marino entre las murallas vegetales que escoltan la ría, dejando unas huellas profundas que en pocas horas serán comidas por las despiadadas aguas de la pleamar, permite contemplar un espacio que durante horas está cubierto de agua y reservado únicamente a los marineros y a las aves acuáticas, un espacio de arena mojada imposible de dimensionar a primera vista. La única manera de calcular las distancias y los tamaños es caminando, sólo andando por el efímero suelo arenoso que pronto será agua marina se puede llegar hasta las cepas de los robles que también conviven con la ría y forman parte de su espíritu.
Cuando se quedan atrás las calas de los pescadores repletas de barquitas de colores y las escolleras marisqueras donde rebuscan los paisanos delicias del mar, se entra en la zona de las marismas, un humedal que la Unesco declaró reserva de la biosfera en 1984, con el nombre de Reserva de Urdaibai, para proteger a la fauna y la flora que se concentra en este paraje. En el centro de la ría aparece la frondosa isla de Txatxarramendi como un cogollo vegetal surgiendo de un extraño vacío arenoso; y a su alrededor, picoteando sin parar la arena, aves blancas de largas patas la recorren a golpe de zancada. Al otro lado del hilo de agua que separa las dos orillas, a salvo de la presencia constante de los caminantes de la arena, toma el sol una bandada de pelícanos. Y en la lejana cabecera de la ría la vegetación de las marismas se camufla en destellos luminosos que caen por las laderas boscosas de montañas vecinas hasta la superficie invisible del fondo del valle, una superficie de arena transitoria donde los hombres sólo pueden estar unas horas porque las aguas suben de nuevo para trasmutar el paisaje y llenar de vida acuática la reluciente ría de Gernika.
(Juan José Alonso)
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