lunes, 23 de octubre de 2017

Sotos del Duero

Oculto en una tierra plana de contornos dilatados y horizontes sin distancia, vieja frontera de dos imperios medievales, el cristiano al norte y el árabe al sur, discurre callado y sereno el Duero. El río nace bravo en los Picos de Urbión entre pinares, cumbres de granito y lagunas heladas, pero enseguida llega a las infinitas mesetas de la vieja Castilla para sumergirse en un paisaje de vides y pueblos con historia. Unas veces navega solitario por campos ocres, ilustrados con las cepas que desde los siglos xii y xiii tanta fama han dado a las bodegas de sus riberas. Otras, en cambio, el río se esconde entre tupidos bosquetes de ribera que en aquellos tiempos de guerras a lanza y espada llegarían hasta los montes de encinas y quejigos de los altozanos de la meseta. Hace ya mucho tiempo que el hombre cultiva y aprovecha las ricas tierras de aluvión de las vegas del Duero y la representación de los antiguos bosques de caducifolias, con su espeso sotobosque, se limita a una estrecha franja ornamental entre las orillas del río y los campos de cereal del campesino castellano. Uno de estos últimos reductos de vida salvaje, refugio de aves como la garza real, el martín pescador, el pito real o el ánade real, se encuentra a partir del lugar donde toma el Duero las aguas del Duratón, en la villa de Peñafiel.
Para llegar a esta parte del bosque ribereño del Duero hay que tomar en Peñafiel un camino asfaltado que pasa junto a un altísimo pino, conocido popularmente por el Macareno, y seguir hasta el final de la pista dejando atrás una cantera y una vieja casona en ruinas. Cuando el camino de tierra entra en un enorme pinar y aparece un laberinto de pistas y carriles de arena, es momento de dejar los vehículos de motor y acercarse en silencio hasta la muralla de chopos, sauces, alisos y enormes olmos que jalonan la orilla del río; en silencio para no espantar a las aves acuáticas que anidan entre la maleza y los juncales del borde del agua. El tramo de río entre Peñafiel y Pesquera de Duero es el más frondoso y donde habita un mayor número de fauna salvaje, pues a las aves acuáticas antes mencionadas hay que añadir los milanos, autillos y aguiluchos que revolotean por el pinar. Para conocer la transformación que ha sufrido la vega del Duero a lo largo del tiempo hay que recorrer la otra orilla, la de los campos labrados y las cepas multicolores donde los monjes cistercienses cultivaron las primeras vides borgoñonas que fueron la semilla de una larga tradición hoy consagrada como una de las mejores regiones vitivinícolas del país. Ahí está la finca Dehesa de los Canónigos, con su bodega centenaria en medio del pinar, cerca del monasterio de Santa María de Valbuena; y los viñedos de Valbuena de Duero, cepas mimadas que producen los caldos de otra prestigiosa bodega de la Ribera, Vega Sicilia.
Viajar por las orillas del Duero es descubrir sus paisajes de discreta naturalidad, sus pueblos con historia y, especialmente, es conocer una tradición milenaria convertida en arte y en placer.


(Juan José Alonso)

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