miércoles, 11 de octubre de 2017

Valle de los Ermitaños - Benifallet

El valle de Cardó es un lugar perdido en el centro de un paisaje, de una geografía y de una comarca. Un valle misterioso y solitario, con poderes suficientes para atrapar el destino espiritual de los monjes carmelitas que nada más descubrir el mítico paraje, a principios del siglo XVII, construyeron un monasterio en el borde de un farallón de roca pura a cien metros de altura sobre el fondo del valle. El acceso a Cardó era tan complicado en aquellos tiempos, y la protección de la sierra tan segura, que los monjes fundaron once ermitas diseminadas por los lugares más fantásticos e inaccesibles de la zona. Algunas se encuentran muy destruidas y ultrajadas, en rincones discretos de los barrancos del valle, medio sumergidas en la espesura del bosque; otras en la corona de una torre de piedra, desafiando las leyes de la gravedad en un increíble alarde de riesgo, equilibrio y precisión arquitectónica. Los bosques de Cardó se explotaban desde el Neolítico, cultivando en bancales almendros, higueras y olivos, pastoreando sus masas boscosas hasta los cantiles calizos de las cumbres de la Cruz de los Santos y Xanquera, y para extracción de madera y carbón vegetal. Con la desamortización de Mendizábal el monasterio cayó presa de la ruina y el bandidaje, hasta que se rehabilitó como balneario para aprovechar las propiedades ferruginosas de sus manantiales. 
El balneario ha dejado de funcionar y los eremitas han desaparecido; en su lugar ha quedado una planta embotelladora de agua medicinal y las ermitas carmelitas que otorgan al paisaje de Cardó el encanto de los lugares mágicos que han servido, y sirven todavía, para que algunas almas inquietas encuentren sus caminos de plenitud espiritual. Entrar en el valle de Cardó produce una sensación similar a entrar en un monasterio budista en el Himalaya, parece el último lugar habitado del mundo, el último refugio donde alguien deseara vivir tan al margen del resto de la humanidad que parece el borde de la línea de las cosas materiales; y al mismo tiempo está tan cerca de la vida mundana y de sus tentaciones como atravesar el umbral que separa el templo del resto de la población donde se encuentra. 
Las manchas vegetales del valle de Cardó son en su mayoría pinares de carrasco con buenos rodales de bosque mediterráneo, y el color de sus montañas el verde luminoso de las agujas de los pinos matizado por el contraste de los torreones calcáreos que despuntan sobre las copas arbóreas del bosque, como los puntiagudos minaretes de una mezquita árabe sobre las cúpulas del edificio. Verde de bosque, azul de cielo y gris de roca son los colores decorativos de los diferentes escenarios del valle. En el aparcamiento de las viejas instalaciones del monasterio comienza un camino emboscado hacia las ermitas, los pinares y las cumbres de la sierra de Cardó. Un camino abierto con la fuerza del espíritu de unos hombres que hicieron de la naturaleza el templo de sus fervores y de la austeridad de una vida eremita y monacal el destino de su existencia.

(Juan José Alonso)

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