Cuentan que, en lo alto de la ciudad, en una de las casas que miran desde arriba hacia la plaza del Azoguejo, vivía en tiempos remotos que la memoria ha olvidado un importante señor rodeado de criados, entre los cuales servía una muchacha que tenía como misión la de traer agua para la mansión. Cada día tenía que atravesar muchas veces la plaza y remontar la cuesta siguiente, recoger dos cántaras de agua del río y regresar: cargada con ellas. Poco a poco, a lo largo de días y días de repetir la misma faena, la muchacha fue agotándose de cansancio, hasta que llegó un momento en que sintió que las fuerzas le fallarían definitivamente y no podría seguir cumpliendo con su trabajo. Sin poder elegir ante la perspectiva de perder el empleo o de morir agotada, se sentó una tarde al borde de la cuesta y, desesperada de su suerte, invocó al diablo, prometiendo entregarse a él si le echaba una mano.
Naturalmente, como suele suceder en estos casos, el diablo en persona se presentó inmediatamente ante ella, vestido de un modo que no ofreció dudas a la que le había invocado y dispuesto a firmar el pacto que la muchacha le había propuesto con el pensamiento. Feliz de poder encontrar una víctima, le prometió que haría venir el agua hasta el borde de la casa de su señor en una noche, pero que ella, en cambio, le haría allí mismo donación de su alma mediante la firma de un pergamino que signaría con su propia sangre. La muchacha reaccionó y, al firmar, impuso como condición que, fuera cual fuera el modo que el diablo emplease para cumplir su parte, la tarea estaría terminada antes de la salida del sol. El diablo no dudó, porque estaba convencido de que mil diablos más habrían de venir en su ayuda. Y así fue.
Por la noche, cuando ya todo el mundo se había acostado en Segovia, se desencadenó una tormenta increíble. Al menos eso creyeron los segovianos, aunque, en realidad, aquel Apocalipsis de rayos y centellas había sido provocado por un auténtico ejército de demonios y trasgos que, bajo la dirección del diablo, se habían puesto a la tarea de tallar piedras, reventar canteras, cavar zanjas y levantar a toda prisa las impresionantes pilastras de piedra que, sin cal ni mortero, formarían los arcos sobre los que pasaría la acequia que habría de traer el agua desde el lejano arroyo Acebeda.
La muchacha, que no había podido conciliar el sueño y era la única que conocía la razón de aquel tumulto tempestario, veía desde su ventana cómo la obra avanzaba diabólicamente y cómo, si todo aquello llegaba a buen fin, su alma estaría perdida.
Arrepentida ya de su pacto, comenzó a rogar a los cielos que vinieran en su ayuda, pero nadie parecía escucharla: la plaza del Azoguejo presentaba ya la impresionante perspectiva de la obra titánica de piedra que los demonios estaban terminando de levantar y el diablo, dando órdenes y profiriendo gritos de mando, colaboraba en aquel sarao trayendo por los aires las piedras más pesadas como si fueran plumas y colocándolas con toda exactitud en los lugares precisos. Las horas pasaban y el impresionante acueducto estaba ya casi concluido. En realidad, apenas faltaba colocar una piedra en la pilastra central, que remataría aquella obra que, de haber sido hecha por los hombres, habría tardado muchos años en ser levantada.
Ya venía el diablo cargado con aquella última piedra desde la lejana cantera cuando, de pronto, cantó el gallo de la mañana. El diablo se detuvo apenas un segundo en el aire, sorprendido ante aquel canto que le pareció a destiempo. Pero ese segundo bastó y, cuando el rey de los infiernos aún no había alcanzado el lugar donde tenía que colocar su piedra, el primer rayo de sol asomó por el horizonte. Había perdido su apuesta.
Cuando los segovianos se levantaron aquella mañana, vieron el monumento ya en su sitio y nadie comprendió por qué estaba allí. Sólo la muchacha, asustada aún por el destino que estuvo a punto de cumplirse, corrió a la catedral y contó al primer sacerdote que encontró en su camino todo cuanto había pasado. Pronto, la ciudad entera supo de aquel prodigio. Yen acción de gracias, llevaron en procesión hasta el acueducto una imagen de la Virgen y otra de san Esteban, que era el patrón de los monederos segovianos, y las colocaron, una a cada lado, en el hueco dejado por la piedra que el diablo no había tenido ocasión de colocar para rematar su titánica obra.
Allí siguen las imágenes, protegiendo el diabólico acueducto que, desde entonces, cumplió fielmente con su tarea de traer hasta la ciudad el agua que tanto necesitaba, ahorrando el trabajo de tantos aguadores que, como la muchacha que realizó el pacto, pudieron desde entonces cumplir tareas más llevaderas.
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