Mal lo pasarían quienes tienen por ocupación la de escribir, si hubiera prosperado la opinión del legislador que, en una disposición oficial del 13 de julio de 1627, aconsejaba la limitación del número de libros que debían publicarse en el futuro, y la conveniencia de dificultar en lo sucesivo la aparición de libros nuevos, basándose en una razón que para él no tenía vuelta de hoja: no convenía que se imprimieran más libros "porque ya se ha escrito bastante".
La proposición, cuando todavía se vivían los finales del Siglo de Oro, no deja de resultar extraña.
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