Pues señor, érase que se era un cura que tenía menos devociones que pasiones, y su pasión principal, la que le hacía caer constantemente en la tentación, era la caza.
Habiéndolo sabido el diablo, vio en ella un motivo para tentar y hacer caer al cura. Un día, mientras decía su misa, atisbó a su lado un conejo, que no era tal sino el diablo metamorfoseado.
Al darse cuenta de que le había ya visto, el conejo salió de la iglesia. Entonces le vieron los perros del cura y se lanzaron tras él. Y el pobre párroco, que estaba a punto de consumir la Eucaristía, tampoco pudo contenerse: dejó el cáliz y sus ropas sobre el altar, tomó la escopeta que siempre tenía a mano y salió corriendo detrás del ladrido de la jauría.
Nadie ha vuelto a verle desde entonces, pero se oyen los disparos y los ladridos de los perros en las noches silenciosas y, a veces, hay viajeros que han distinguido su sombra destacándose en una carrera desesperada contra el cielo iluminado por la luna llena. Y todos saben que sólo terminará aquel suplicio cuando el cura pueda terminar la misa inacabada.
Juan G. Atienza
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