Éste era un buen parroquiano que veía con desolación cómo año tras año su yegua, a la hora de parir, siempre malograba la cría. ¡No puede ser que todas nazcan muertas!, exclamaba el hombre llevado de una amargura infinita. Y maldecía su suerte porque un buen potro era una fuente segura de ingresos en la feria de Gómara. Su mujer, piadosa y más razonadora, le dio una solución entre tanto desespero: Si te encomendaras a la Virgen de Lallana en lugar de blasfemar... El labrador la miró, se rascó las púas de la barba y tras sopesar la recomendación pensó que lo de su mujer no tenía arreglo.
El camino que bordea las eras del pueblo desemboca en los aledaños de la ermita. Un día que iba con la yegua a trabajar unas yugadas de tierra que tenía en la loma de arriba, se cruzó con el cura que venía de decir misa y le saludó: Con Dios, señor , cura... Y él le respondió: Y con la Virgen Santísima, Blas. Siguió su camino y aquel saludo le hizo recordar la sugerencia de su mujer: Si te encomendaras... No creía que fuera posible que la Virgen curara a su yegua, pero por probar no perdía nada. Se quitó la boina, se plantó en jarras y dijo bien alto para que muros de la ermita: Virgen de Lallana, si este año parimos con bien, te regalo lo que venga. Sacudió las manos como si hubiera cerrado un trato, se caló la boina, se arreo hacia las tierras y poco después se olvidó de la promesa.
Pasó un año. La yegua quedó preñada. A su hora parió un potranco precioso que pronto empezó a chospar por los rasos de las eras, no lejos de la ermita... Era negro, cuatralbo y estrellado: una pequeña maravilla. Enseguida pensó que en Gómara sacaría unos buenos duros con sólo verle la estampa. La feria, además de los tratos y regateos, era el lugar ideal para encontrarse con viejos amigos de pueblos vecinos, comer recio y tentar la bota. Nuestro hombre se levantó temprano. Camisa blanca, albarcas con pedugas de lana, pantalón de pana, boina nueva y cachava. Aparejó la yegua y dejó al potro que viniera detrás siguiendo a la madre. Tomó el camino para ir al atajo que le llevaba a la carretera de Gómara, caballero a la jineta, haciendo cálculos sobre los avatares de la feria que se le prometía gananciosa. De golpe, la yegua que se clava de patas justo a la altura de la entrada de la ermita cabeceando con insistencia. Le azuzó los ijares, tiró de la brida, pero que si quieres...
Blas empezó a soltar tacos con aquella boca pecadora que tenía más negra que los calzones de Pedro Botero (alias del Diablo), máxime cuando se dio cuenta de que el potro había desaparecido sin dejar rastro. Nuestro paisano se rascó la barba, descabalgó y entre palabrotas y maldiciones se acercó a la ermita en busca del animal.
Nada más asomar la nariz por la puerta, allí lo vio, tumbado junto al altar. Trató de sacarlo por los buenas, con palabras cariñosas: pero nada, ni se movía. Lo intentó por las malas, a empujones, y tampoco. En el colmo de su desesperación, le vino una luz, seguramente dada por la Virgen que le estaba observando desde lo alto de su camarín, y recordó la promesa que hiciera un año antes a propósito de aquel precioso potrillo. Miró a la Virgen, se quitó la boina, volvió a rascarse la barba y no le quedó más remedio que darse por vencido: De acuerdo, Tú ganas: el dinero que saque de la venta, se lo daré al santero... Terminar de decir aquello y el animal salió con un trotecito juguetón en busca de su madre que pacía tranquilamente fuera.
Ya en el quicio de la puerta, nuestro hombre se volvió y le dijo tal como lo sentía: ¡Virgen de Lallana, bien curas, pero bien te cobras! Y se fue cariacontecido camino de Gómara.
© Pedro Sanz Lallana
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